Saunas a cinco pesetas

Los precios bajos suelen tener trampa. Piense en ello la próxima vez que un político prometa regalar algo.

Mi mujer y yo hemos estado dos veces en Budapest y las dos hemos visitado las termas del hotel Géllert. La primera fue en el verano de 1992. El Muro de Berlín acababa de caer y la entrada nos costó cinco pesetas. La segunda fue hace un mes y nos cobraron 16 euros, unas 2.700 pesetas: un alza apreciable. Está claro que en 1992 no tenían ni idea de lo que se traían entre manos, y no les culpo. Saber lo que cuestan las cosas no es sencillo. El experto en economía conductual Dan Ariely ha llevado a cabo un montón de experimentos que lo confirman. En uno de ellos pidió a sus alumnos que anotaran los dos últimos dígitos de su número de la Seguridad Social antes de pujar por una botella de vino y los que tenían las cifras más altas hicieron las ofertas más generosas.

Con todos sus inconvenientes, el modo más práctico de fijar los precios es un mercado libre. “Si una economía ha de repartir sus recursos escasos de forma eficiente”, escribe el profesor de Harvard Greg Mankiw, “los bienes deben llegar a aquellos que más los valoran”, lo cual puede medirse “por su disposición a pagar por ellos”. Así es como se “maximiza el bienestar económico en una sociedad”.

En la Hungría de 1992, sin embargo, la transición al capitalismo no se había consumado y persistía la política de precios comunista. ¿No era más justa? A nosotros, desde luego, nos vino fenomenal. Nos dábamos unas comilonas pantagruélicas en el café Muzeum: caviar, turnedó Rossini, milhojas, champán… Nos parecía todo tirado, pero las propinas que dejábamos debían de suponer una fracción importante del salario local, porque en cuanto cruzábamos la puerta el pianista atacaba ¡Y viva España!

Tampoco dejamos de visitar esta vez el Muzeum y, aunque sigue siendo asequible para los parámetros de Madrid, ya no es tan barato, y es lógico. Los precios artificialmente bajos son insostenibles. Desincentivan la inversión y generan escaseces. En España lo sabemos bien. La aversión de Franco a dejar en manos del mercado la producción de bienes de primera necesidad obligó a racionarlos bastantes años después de acabada la guerra.

A pesar de todo, el Caudillo siempre dejó resquicios a la iniciativa privada, que fueron ampliándose gradualmente y, a partir del Plan de Estabilización, propiciaron el milagro de los 60. Pero en la URSS el Estado se encargaba de todo, y con sorprendente éxito durante algún tiempo. Su siderurgia, su arsenal y, sobre todo, su programa espacial causaron la admiración general. ¿Cómo lo hacía?

Los expertos distinguen dos fuentes de crecimiento. La primera consiste en la movilización de factores: el trabajo, la tierra, el capital (máquinas, edificios, carreteras, etcétera). Si pones a los parados a fabricar acero, tu PIB aumentará. Lo mismo sucederá si suprimes los fines de semana o si mecanizas la agricultura: un hombre con un tractor puede abrir un surco mucho más deprisa que otro con un arado. Esta progresión está, sin embargo, sujeta a rendimientos decrecientes. Llega un momento en que se te acaban los parados y los festivos, y el campo no da más cosechas por mucho tractor que le metas. Para que la economía no se estanque, hace falta mejorar la eficacia con que se usan los factores, y ahí el capitalismo es claramente superior al comunismo. Mientras la competencia obliga al empresario particular a innovar sin descanso, modernizando o abaratando su oferta, el gestor público suele estar más pendiente de la satisfacción del apparatchik que de la del cliente.

Pero a la hora de movilizar recursos, no hay nada como una dictadura. La URSS necesitaba ingentes cantidades de carbón y gas para cumplir sus planes quinquenales. Todo ello abundaba bajo la tundra siberiana y en una economía libre ni siquiera la codicia insaciable del plutócrata menos escrupuloso habría garantizado su extracción. El Gobierno tendría que haber arbitrado algún incentivo (ayudas, deducciones, monopolios temporales) para atraer la inversión privada.

El Estado soviético no tuvo que desembolsar ni un rublo. En el libro Gulag, Anne Applebaum relata cómo Stalin lanzaba regularmente campañas para la liquidación de “derechistas”, “espías” y “trotskistas”, cuyo verdadero propósito era reclutar mano de obra esclava. En cierta ocasión, “el NKVD [Comisariado del Pueblo para Asuntos Internos, del que dependía la policía política] de la ciudad de Oremburgo detuvo a más de 7.500 personas en un periodo de cinco meses, lo que no dejó mucho tiempo para llevar a cabo un minucioso examen de las pruebas. Era irrelevante”, añade Applebaum. Los policías se limitaban a cumplir las “cuotas numéricas que les habían sido dictadas”.

Ese era el motor que alimentaba las conquistas sociales que tanto fascinaban a intelectuales como Jean Paul Sartre.

Tras la muerte del Padrecito, las deportaciones se redujeron drásticamente y, aunque la URSS siguió creciendo algún tiempo, a mediados de los 70 los jerarcas que viajaban al extranjero empezaron a comprobar el abismo de bienestar que estaba abriéndose entre su modelo y el occidental. Sin precios libres que indiquen con sus alzas qué artículos escasean, es imposible asignar eficientemente los recursos. Se pueden mantener provisionalmente bajos, pero a costa de incubar un déficit que tarde o temprano hay que pagar (como nos ha pasado aquí con el recibo de la luz) o de explotar a “elementos criminales” (como hacía Stalin en la URSS).

Así que la próxima vez que un político le prometa saunas a cinco pesetas, piense antes de dónde va a salir el dinero para sufragarlas.

Un comentario en “Saunas a cinco pesetas

  1. Hola Miguel. Yo, por mi edad, aprendí el precio de las cosas en los tiempos de la peseta. Cuando se cambió al euro, como moneda de curso legal, perdí toda referencia acerca de lo que valen los productos, etc. que deseo adquirir. Pero, gracias a Dios, soy fumador.
    Traducir a pesetas no me vale, ya que al existir la inflación, el precio de las cosas parece cada vez mayor, y ésto me agobia un poco.
    Pero en la cárcel, según nos cuentan en las películas, el tabaco es más importante que el dinero. Así se trafica con cigarrillos, sobre todo en las cosas pequeñas, y las no tan pequeñas.
    Por lo tanto, yo empleo el patrón cigarrillo, en vez del patrón oro. Mentalmente, cambio todo precio en euros por su valor en cartones, cajetillas o cigarrillos. A mí me vale.

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