Los hombres de negocios modernos son poderosos hechiceros. Lo único que los distingue de los chamanes tradicionales es que cuentan relatos más extraños.
Todos tenemos algún allegado que lo primero que comenta cuando le enseñamos el coche nuevo (o la moto nueva o el teléfono nuevo) es: “¿Y cuánto dices que te han cobrado?” Lo comenta con el ceño fruncido y una ceja más alta que otra y, una vez que conoce el precio, añade con gesto condescendiente: “Ya”.
Vivimos convencidos de que el mundo está lleno de listos que, a diferencia de nosotros, no se dejan estafar, pero para su tranquilidad les desvelaré que somos todos (incluido ese allegado suyo) muy malos determinando lo que valen las cosas. Infinidad de experimentos lo confirman. Mi favorito lo cuenta en Las trampas del deseo Dan Ariely. Pidió a sus alumnos que anotaran los dos últimos dígitos de su tarjeta de la Seguridad Social antes de pujar por una botella de vino y los que tenían los números más altos hicieron las mejores ofertas. “Podíamos haberles consultado igualmente por la temperatura que hacía”, dice Ariely. “Cualquier pregunta habría creado el ancla”.
Los comerciantes lo saben y recurren a todo género de argucias para crear esa ancla. Guillermo de Haro y Mache González describen una de ellas en su divertido Ligonomics. “Tomamos decisiones de manera relativa”, dicen. “Por ejemplo, si vamos a comprar un televisor a un centro comercial, lo normal es que encontremos tres tipos: el de 149 euros, el de 249 y el de 349”. Esta escenificación genera unas referencias artificiales a las que rápidamente nos aferramos, de modo que “el 70% de las personas comprarán el del precio medio”: ni el más caro (lo que constituiría un derroche), ni el más barato (lo que nos haría pasar por roñosos). Puede incluso que haya también otro aparato de 1.549 euros, “que no está ahí para ser vendido”, sino para que adquiramos el de 349 euros sin cargo de conciencia.
La herramienta más poderosa de que dispone un vendedor es, de todas formas, la marca. Un logo potente puede conseguir que abonemos cantidades disparatadas por una humilde zapatilla. ¿Cuánto de disparatadas? Pude hacerme una idea en el Mercado de la Seda de Pekín, un lugar nada glamuroso a pesar del nombre: parece más un centro comercial cutre que un zoco oriental. En él se ofrecen imitaciones de prácticamente cualquier prenda. Estuve allí en 2007 y antes de ir pregunté a un par de colegas si debía regatear.
—Claro —dijeron.
—Y pido una rebaja, ¿de cuánto? —insistí—. ¿Del 10%, del 30%, del 50%?
Se miraron entre sí y respondieron al unísono:
—Del 90%. Y a partir de ahí, empieza a negociar.
Compré media docena de camisas siguiendo sus instrucciones. Por cada una de ellas me pidieron de entrada 75 euros, una rebaja apreciable respecto del catálogo oficial. De hecho, vi cómo los pagaban de buen grado unos turistas nórdicos equipados con sus sandalias de tira y los reglamentarios calcetines blancos. Mi mujer siempre ha sostenido que la calidad de aquellas camisas no es la de la firma original y no lo niego, pero una de ellas me la sigo poniendo casi una década después y me costó un euro.
Shakespeare decía que estamos hechos con la misma materia de los sueños y esos son los hilos de los que debe tirar cualquiera que persiga nuestro dinero o nuestro voto. “Hay mucha gente ahí fuera que aún cree que a nuestros representantes los hemos elegido por su ideología, por su programa o por su inteligencia”, escribe el gestor de patrimonios Ben Carlson en su blog A Wealth of Common Sense. “Y es verdad que todas esas cosas importan, pero marginalmente. Los políticos más eficaces son los que dominan el arte de la persuasión”. Han desarrollado la habilidad de armar relatos con los que nos entusiasman y nos inflaman, con los que le ponen un arriba y un abajo al caos que nos rodea, igual que los tres televisores amablemente escalonados por precio nos ayudan a resolver la siempre angustiosa cuestión: ¿cuál me llevo?
Como las películas de Spielberg o las novelas de García Márquez, una buena narración establece desde su primer compás un vínculo emocional con el espectador: lo agarra por la solapa, lo zarandea y lo arrastra luego por donde quiere. Da igual que lo que cuente sea poco verosímil. Los millones de seguidores que jalean al líder populista no ignoran que sus remedios han fracasado en la Cuba de Castro o en la Italia del Duce, pero cuando uno ha decidido creer, los aspectos técnicos resultan irrelevantes. A los amantes de Van Gogh no nos importa que los colores sean irreales y el trazo grosero. A través de la pintura saltamos directamente a revolcarnos en su humanidad atormentada.
El impacto comercial de una historia seductora es considerable. Carlson cuenta que unos investigadores reunieron un centenar de artículos de baja calidad, parecidos a los que se encuentran en los típicos saldos de garaje americanos, y encargaron a unos escritores que fabricaran una biografía para cada uno de ellos. “En total, los objetos les habían costado menos de 100 dólares. Pero una vez que estuvieron emparejados con un buen relato pudieron subastarlos por 3.600 dólares en eBay”.
Esta gran emotividad nos hace muy vulnerables a la manipulación. Si se pulsa la tecla adecuada, podemos incluso actuar contra nuestro propio interés. Es algo que tenemos en común con otros primates, como muestra este vídeo:
Del mismo modo que el capuchino renuncia al pepino contra cualquier cálculo racional, la indignación ante el modo desigual en que se han repartido las consecuencias de la crisis ha arrojado a muchos ciudadanos en brazos de demagogos que han sabido hilvanar explicaciones simples y maniqueas, que culpan de todos nuestros males a los banqueros, a los musulmanes o a ambos.
Esta respuesta animal ante determinados relatos parece un fallo de la evolución, pero la furia del macaco ante la injusticia se nutre del mismo impulso que nos ha llevado a levantar el estado de derecho. Y la fascinación por las historias ha conferido un poder inmenso a nuestra especie. “¿Cómo pudo homo sapiens […] acabar fundando ciudades en las que vivían decenas de miles de personas e imperios que gobernaban a cientos de millones?”, se pregunta el historiador israelí Yuval Noah Harari en Sapiens. De animales a dioses. “El secreto fue el surgimiento de la ficción. Un gran número de extraños pueden cooperar con éxito si creen en mitos comunes”.
La humanidad lleva elaborando mitos desde el neolítico, quizás antes. Hoy nos reímos de cómo un sacerdote ataviado con un sayal blanco conseguía que miles de fieles se arrodillaran a la vez, desfilaran en procesión o tomaran Jerusalén a sangre y fuego. Pero un extraterrestre no se llevaría una impresión muy diferente si viera cómo se constituye una sociedad anónima: un notario, siguiendo “la liturgia y los rituales adecuados”, escribe “todos los conjuros y juramentos en un pedazo de papel bellamente decorado” y añade al pie “su adornada rúbrica” para elaborar una ficción jurídica cuyas reglas respetarán religiosamente a partir de ese instante miles de empleados.
“Los hombres y mujeres de negocios y los abogados modernos son en realidad poderosos hechiceros”, dice Harari. “La principal diferencia entre ellos y los chamanes de la tribu es que […] cuentan relatos mucho más extraños”.
Magnífico post de «ciencia-ficción» económica 😉
Muchas gracias, Guillermo. Un abrazo.
Hablas de comerciantes, hechiceros y políticos que le ponen un arriba y un abajo al caos que nos rodea, y poco antes del truco del comerciante que te pone tres precios en las teles para que el consumidor se tire al de en medio «ni muy roñoso ni muy derrochador». Evoca cómo Ciudadanos ha hecho realidad el mensaje del patrón Oliú de generar en los incautos electores-consumidores ese «Podemos de derechas», vendiendo el televisor del medio (el de 249), gracias a la imagen colectiva generada precisamente por Podemos comercializando el de 149 euros. Luego el que saca los réditos no es el que carda la lana, y la tele de 249 es en el fondo como la de 349 de Sánchez o la de 1.549 de Rajoy, es en el fondo como la camisa de seda de 1 euro que los nórdicos compraron por 75 y nosotros por 150. La diferencia con la de 149 no es que se vea peor la tele, sino que no es tan cara.
Qué fino hilas, Paco… Un agente del Cesid (CNI ahora) me comentó una vez que las llamadas «operaciones de influencia» (intervenir el mercado del cobre para hundir su precio, atentar contra un dirigente para poner otro) no estaban de moda desde los 80, porque los resultados eran a menudo impredecibles (el cobre se negaba luego a subir, el dirigente que ponías se revelaba peor que el relevado), y que habían dejado de llevarse a cabo.
Pero después de todo era un agente del Cesid… Un abrazo.