El eterno debate

El mercado es el asignador de recursos más eficiente que existe, aunque a veces emite señales engañosas.

En la revista se supone que estamos a favor de la libertad económica y de verdad que yo creo mucho en el mercado. Es el asignador de recursos más eficiente que existe. El profesor Paul Seabright cuenta en The Company of Strangers que, poco después de que se hundiera el bloque soviético, un funcionario de San Petersburgo le preguntó quién se encargaba de suministrar el pan cada mañana a la población de Londres. “No se encarga nadie”, respondió Seabright. Todos esos millones de barras acaban encima de la mesa gracias a una labor colectiva que involucra a miles de agricultores, molineros, tahoneros, transportistas y dependientes, y que no coordina nadie. “Cuando uno lo piensa un poco”, escribe Seabright, “es asombrosamente difícil de creer”.

Tiene toda la razón, pero el mercado también emite señales engañosas. En las redacciones de Unidad Editorial tenemos unos paneles en los que se puede apreciar en tiempo real cuáles son las noticias más populares. Mis compañeros de El Mundo me han pasado una relación correspondiente al mes de abril. Aparte del Atlético-Barcelona, el cuadro de honor lo integran titulares como “Elige el bikini perfecto en función de tu pecho”, con 460.000 visitas; “¿Cuánto ejercicio hay que hacer para quemar un trozo de pizza?” con 330.000, o el vídeo “Un oso la persigue a toda velocidad y ella no se da cuenta”, con casi 200.000.

Hace un par de semanas arrasó el reportaje “Pelucas púbicas y calcetines para penes: cómo grabar una escena de sexo”. Si nos limitáramos a seguir ciegamente este tipo de pistas, no sé dónde acabaría el periodismo. O sí lo sé, pero no voy a contárselo.

¿Qué debemos hacer en estos tiempos de confusión cibernética? ¿Cuál es el modelo a seguir? ¿El mercado o el Estado?

Hay un experto en desarrollo que se llama Dani Rodrik. Este profesor de Harvard acaba de publicar un libro en el que explica que los economistas pueden contribuir poderosamente a transformar el mundo, siempre que no pretendan disponer de remedios universales. Yo lo entrevisté hace años. Rodrik acababa de estar en Lisboa, asesorando a las autoridades, que no sabían si invertir en balnearios para jubilados alemanes o en nuevas tecnologías. “Hagan las dos cosas”, les sugirió Rodrik. “Nunca se sabe lo que va a salir bien”.

Debo reconocer que como consejo no parece impresionante, pero refleja bien la diferencia entre la vieja y la nueva política industrial. Fidel Castro no se equivocaba nunca. Si mandaba levantar una fábrica de lavadoras, lo de menos era que luego las lavadoras se vendieran. No podía valorarse a la luz de banales principios mercantilistas un proyecto que la Revolución había considerado estratégico con su criterio superior.

Rodrik, por el contrario, reconoce con toda paz de espíritu que lo habitual es meter la pata. Muchas iniciativas (públicas y privadas) no van a ningún lado. “Lo importante”, sostiene, “no es acertar con las industrias ganadoras, sino saber retirar el apoyo a las perdedoras”. De hecho, cuanto más veces se equivoque uno, antes detectará en qué tiene ventaja. Lo decía el fundador de IBM, Tom Watson: “Si quieres triunfar, duplica tu tasa de errores”.

La filosofía de Rodrik es, en este sentido, muy liberal. Hay que dejar que la gente emprenda lo que le dé la gana y, luego, si sale con barba San Antón y, si no, la Purísima Concepción.

Pero Rodrik tampoco es partidario de desentenderse sin más de los emprendedores. El mercado es magnífico, pero tiene fallos que se deben corregir y virtudes que se pueden potenciar. Aquí en España disponemos de un ejemplo de libro: el deporte. A mediados de 2012, mientras el país se debatía al filo del rescate, la Roja avasallaba a Italia en la Eurocopa. Tenemos dos equipos madrileños en la final de la Champions y al Sevilla en la de la Europe League, somos los vigentes campeones continentales de baloncesto y destacamos en disciplinas tan heterogéneas como las motos, las bicis, el tenis, el bádminton e incluso el patinaje artístico sobre hielo.

¿Cómo hemos alcanzado semejante nivel de excelencia? En primer lugar, mediante una competencia feroz, o sea, con mucho mercado. Ni en la selección de fútbol ni en la de baloncesto valen los enchufes. El que reparte juego en la cancha no es el sobrino del presidente ni el cuñado del consejero delegado. Es el mejor, punto.

Pero esta competencia feroz (y esta es la segunda lección) no opera en el vacío, sino sobre una estructura institucional que supervisa el respeto de las reglas, acomete infraestructuras allí donde a la iniciativa privada no le resulta rentable y se encarga de la formación de base y la captación del talento. Una antigua compañera del diario Marca tiene una hija en la selección de natación sincronizada. Hace poco le pregunté si había en su familia tradición deportiva y me contestó que ninguna. “Yo solo llevé a la niña a la piscina, para que aprendiera a nadar”, me dijo. Pero allí había un ojeador de la federación que la fichó rápidamente.

Hemos conseguido que en este país no se desperdicie ni un átomo de talento deportivo. ¿Por qué no podemos hacer lo mismo con el talento empresarial? Es verdad que durante mucho tiempo no abundó. Todo el mundo quería aquí ser funcionario. El economista Emilio Ontiveros me contaba que un empresario amigo suyo le explicó una vez que tenía dos hijos. “El mayor es listísimo”, alardeaba, “es rápido, es trabajador… Voy a ver si prepara una oposición”. El pequeño, por el contrario, había salido menos espabilado “y ese”, decía el empresario, “voy a quedármelo conmigo en la fábrica”.

Esa era la práctica habitual en España: los listos acababan en el sector público y los no tan listos en el privado.

Por fortuna, eso está cambiando. La firma demoscópica GAD3 divulgaba hace unos días que los universitarios que tienen pensado crear un negocio ya superan a los que se ven trabajando en cualquier administración. Esa cantera es la que tenemos que encauzar y ayudar desde las instituciones, porque de sus meteduras de pata han de salir las aventuras de las que depende nuestra prosperidad.

Así que ni Estado ni mercado. Un poco de todo.

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