Nunca sabremos qué pasó con el millón de votos de Unidos Podemos, aunque eso no impedirá que proliferen las explicaciones.
El mismo periodista que al día siguiente de la victoria contra Turquía preguntaba qué había que hacer para que le dieran un Balón de Oro a Iniesta lo llamó “momia” tras caer ante Italia en la Eurocopa. La alianza entre Podemos e Izquierda Unida, que antes de las elecciones era un brillante movimiento estratégico, es ahora la responsable de la derrota. Muchos que daban por amortizado a Mariano Rajoy elogian hoy su sangre fría y su sagacidad. “Qué tío, cómo nos conoce a los españoles”, me dice un amigo, cuando viéndolo en el balcón de Génova la noche del 26J era obvio que el primer sorprendido era él. “Amigas y amigos”, repetía maquinalmente. “Amigas y amigos…”
En Podemos han abierto una investigación para averiguar dónde estará su carro de votos, pero tengo poca fe en estos procesos de autocrítica. “Los análisis reclaman tiempo”, señala con buen criterio Juan Carlos Monedero en El País. El cofundador de la formación alerta de que a veces “prima más la brocha que el pincel”, pero a renglón seguido añade: “A Unidos Podemos le ha faltado calle y le ha sobrado mercadotecnia”, una frase que es el epítome de la brocha y la mercadotecnia.
No quiero desanimarles, pero seguramente jamás se sepa qué ha sucedido. En las decisiones que tomamos los humanos influyen tantos factores que a menudo ni nosotros mismos sabemos por qué hacemos lo que hacemos. Eso no impide, sin embargo, que los fabricantes de relatos urdan explicaciones, y tan persuasivas como para llevar a alguien al patíbulo. Es lo que pasa en El extranjero de Albert Camus. La novela relata el asesinato de un árabe por M. Meursault. Lo hace en primera persona, de modo que el lector se introduce en los recovecos de la mente del protagonista, como pretende hacer ahora Podemos en la de sus exvotantes. El problema es que lo que nos encontramos ahí dentro no es un elegante árbol de decisiones, con sus nodos y sus ramas, que Camus desbroza hasta llevarnos a una verdad clara y distinta. No existe una causa última que determine el crimen. Influyen la actitud vagamente amenazadora de la víctima, el que el asesino tenga una pistola a mano, el calor sofocante, el propio aburrimiento… Es una acción que carece de necesidad, pudo ser y pudo no ser.
Pero con los retazos de la vida de Meursault que aportan durante el proceso los testigos (era amigo de un proxeneta, nadie lo vio llorar durante el entierro de su madre pero sí acudir a una película de Fernandel), el fiscal elabora “un drama crapuloso”, en el que “el mismo hombre que al día siguiente del fallecimiento de su madre se entregaba al desenfreno más vergonzoso mató por razones fútiles”.
El propio protagonista reconocerá que “su manera de ver los hechos no carecía de lucidez” y que “lo que decía era plausible”. Para su desgracia, el jurado alcanzará idéntica conclusión y acabará con sus huesos en la guillotina.
Resumir lo que hay detrás de un tiro o de un voto requiere un ejercicio extremo de simplificación, igual que resulta desproporcionado que toda una temporada se eche a perder por un córner mal defendido. Es una acción que carece de necesidad, que pudo ser y pudo no ser, pero váyale usted con monsergas existencialistas al aficionado ese que enfocan en la televisión, con la cara pintarrajeada y al borde del llanto. En el fútbol y en la política la única justificación es la victoria. Te ensalzan cuando ganas y te destrozan cuando pierdes y ya está.
Los jugadores colombianos que, durante la fase clasificatoria para el Mundial de Estados Unidos de 1994, endosaron un apabullante 0-5 a Argentina en el Monumental de Buenos Aires, fueron recibidos como si hubieran ganado una guerra. El presidente César Gaviria les impuso la Cruz de Boyacá, la máxima condecoración del país. “De esta forma”, escribe el periodista Alejandro Pino Calad, “la selección quedó para la posteridad en el mismo nivel que el ejército libertador de Simón Bolívar”.
Fue un arrebato efímero. El campeonato posterior no se le dio bien a Colombia. Derrotó a Suiza (0-2), pero cayó ante Rumanía (1-3) y, sobre todo, ante Estados Unidos (1-2) con un desgraciado gol en propia puerta de Andrés Escobar. “La vida no se acaba aquí”, declaró el defensa. “Es solo un partido”. Pero no lo era, como se había visto apenas un año antes, cuando el autobús descapotado que paseaba por Bogotá a los héroes de Buenos Aires se quedó atascado tantas horas en las avenidas desbordadas de hinchas, que algunos jugadores se mearon en los pantalones.
Escobar había solicitado irse de vacaciones nada más aterrizar en Colombia y, unos días después, en un aparcamiento de Medellín, se enzarzó en una pelea con unos aficionados. Uno le dijo: “Usted no sabe con quién se está metiendo” y otro le vació el cargador de un revólver a los gritos de “¡Golazo, golazo!” y “¡Gracias por el autogol!”
No es comparable, por supuesto, la Colombia de las FARC con la España actual. Pero una vez que se despoja al bicho del atrezo del narcotráfico y el paramilitarismo, sigue quedando esa pasión desnuda que lo mismo te lleva en volandas que te hunde en la miseria, sin otro motivo que un resultado contingente, que pudo ser y pudo no ser.