Trump probablemente cree que gobernar un país no es muy diferente de gestionar una inmobiliaria: das cuatro voces, cortas un par de cabezas y todos se cuadran.
“Una cena excelente quizás nos deje el recuerdo de un vino perfecto, pero no nos damos cuenta de que el encanto experimentado procede también del parpadeo de las velas, de la música, de la comida, de la compañía. En casa, el mismo vino se convertirá en un vino corriente, una vez despojado del efecto halo”.
La atribución errónea de emociones que describe el psicólogo Dan Ariely en el párrafo anterior no afecta solo a los placeres de la mesa. Nos encanta buscar culpables (Carlos Rodríguez Braun suele repetir que el mejor amigo del hombre es el chivo expiatorio), pero no somos muy buenos asignando responsabilidades y a menudo acaba pagando los platos rotos el que está delante cuando se produce el desastre. En política esto es casi una ley física. A José María Aznar le colgamos el 11M, aunque los expertos en terrorismo han reiterado que el atentado se decidió antes de la guerra de Irak. Y José Luis Rodríguez Zapatero cargará eternamente con el sambenito de la recesión, a pesar de que el tsunami de Lehman Brothers habría arrasado igual a cualquier otro presidente. (Es posible que tanto en el caso de la matanza como en el de la crisis la gestión posterior hubiera sido mejor, pero la magnitud del impacto no habría variado sustancialmente).
¿Significa esto que los partidos tradicionales son todos igual de incompetentes? Esta es la tesis de los populistas. El discurso inaugural de Donald Trump fue una pieza arquetípica. “No estamos transfiriendo el poder de un Gobierno a otro […] estamos quitándoselo a Washington y devolviéndoselo al pueblo”, proclamó, para dibujar acto seguido un panorama sombrío: el crimen se enseñorea de las ciudades, los obreros están atrapados en la pobreza y los empresarios se llevan los puestos de trabajo a China. Nada de esto es verdad. La delincuencia es la menor desde 1980, la tasa de paro ha caído al 4,7%, los sueldos aumentan y el empleo industrial está regresando, no yéndose. Pero el buen demagogo no descansa hasta encontrar un problema para su solución.
Solución que es, naturalmente, infalible. “Ningún reto está fuera de nuestro alcance”, prometió Trump. Borrará “el terrorismo de la faz de la Tierra” y hará que Estados Unidos “vuelva a ser grande”. ¿Cómo? Lo contó hace años en una carta abierta publicada en el New York Times. Se titula: “La política de defensa americana no tiene ningún mal que no resuelva un poco de mano dura”. En su opinión, el mundo le ha perdido el respeto a Estados Unidos: lo ignora, se ríe de él, le escupe. “Los críticos del presidente [Barack] Obama opinarán que se merece esas palabras, pero eran comentarios dirigidos contra Ronald Reagan”, escribe Jessica T. Mathews en The New York Review of Books.
Muchos creen que estas bravatas no irán a ningún lado y que sus asesores le pararán los pies, pero el consejero de Seguridad Nacional que ha nombrado, el teniente general Michael Flynn, es un paranoico que asegura en The Field of Fight que Estados Unidos se enfrenta a “una coalición de potencias y movimientos malvados” que incluye a Corea del Norte, China, Rusia, Siria, Cuba, Bolivia, Venezuela, Nicaragua y, por supuesto, el Estado Islámico. El libro lo firma junto con Michael Ledeen, famoso por la doctrina Ledeen, que un analista internacional enuncia como sigue: “Cada 10 años o así, Estados Unidos necesita agarrar un pequeño país de mierda y arrojarlo contra la pared, únicamente para demostrar al planeta cómo se las gasta”. La invasión de Granada, por ejemplo, contribuyó a restablecer el prestigio americano, arruinado tras las lamentables blandenguerías de Jimmy Carter.
Como Jesús Gil y Gil, Trump probablemente piensa que gobernar un país no es muy distinto de gestionar una inmobiliaria: das cuatro voces, cortas un par de cabezas y todos se cuadran. Este management rudimentario le puede valer a Chicote para reflotar un bar de tapas, pero la diplomacia está llena de sutilezas. Los fenómenos responden a causas complejas, hay mucho efecto halo y el que está delante cuando se produce el desastre no es siempre el culpable, igual que la calidad del vino depende del parpadeo de las velas, de la música, de la comida, de la compañía.
La comparación Gil-Trump resulta algo forzada, sobre todo si, como haces, la utilizas para criticar, si bien ambos poseen algo que les falta a algunos de sus rivales (como Killary): pasión y determinación. Ambos, además, dicen bastantes tonterías (el Presidente Gil desde que está criogenizado, menos) y bastantes verdades sobre los desmanes de la vieja política para con las clases medias, y ambos han encontrado el éxito en ese populismo de derechas al que a veces no le falta razón. Marbella, Estepona, Ceuta o Melilla mejoraron con Gil. El Atleti lo ha hecho, sobre todo, con su hijo, pero recuerdo la pasión de su padre al que sólo pudieron pararle la patata (temporalmente, pues volverá) cuando le tocaron a su Atleti para frenarle en uno de esos movimientos defensivos toscos de Matrix cuando alguien le pone en evidencia. Al sistema no le gustan las orillas, y las barbaridades de Trump para con musulmanes, hispanos o chinos no creo que se las crea ni él, pero creo sinceramente que al mundo le vendrá mejor un Estados Unidos que no se dedique a crear y cultivar monstruos como el ISIS o Al Qaeda, o a obsesionarse con laminar líderes sensatos como Al Assad (o como Sadam, o como Gadafi), con consecuencias desastrosas para el planeta, y confío, como en el siglo XX, en la salvación de mamá, la Madre Rusia del imperial Vladimir para que aporte el sentido común que le falta a Donald. Porque eso de Ledeen lo practican todos, y creo que Trump lo hará menos que el resto sinceramente, y si lo hace, al contrario que el resto, lo dirá, lo cual le convierte en esa especie peligrosa que es el político sincero y previsible.