El nacionalismo populista (o el populismo nacionalista) es una enfermedad sorprendentemente activa y potencialmente devastadora, como revela la experiencia de este veterano corresponsal de guerra.
“Me gusta reconstruir la gran historia a partir de las pequeñas historias”, explica Roger Cohen (Londres, 1955). Se fija en alguien sin importancia, un individuo normal y corriente, apenas un hilo del tapiz, y tira de él, lo sigue, observa cómo se entreteje y anuda hasta componer el cuadro completo. Es un esfuerzo agotador y no siempre bien valorado.
“Me he pasado la existencia cruzando líneas, observando el mismo paisaje desde distintos ángulos con el propósito de relatarlo después”, escribe. “El periodista se mueve a contracorriente de la multitud, directo hacia el peligro, dejando a menudo a muchos perplejos. ¿Por qué lo hace?, me preguntan. Para entender mejor, les respondo. Si no hay nada que entender, insisten sacudiendo la cabeza, limítese a decir la verdad”.
Por desgracia “hay muchas verdades”, continúa Cohen, “y ese es el problema. La memoria es traicionera […]. Todas las guerras se libran en el nombre de la memoria. El nacionalismo violento es memoria manipulada y erigida en verdad revelada”.
De eso va la primera historia de Cohen que quiero contarles. “Me hice periodista para satisfacer mi curiosidad”, recuerda en la Fundación Rafael del Pino, donde por la tarde va a hablar del futuro del orden liberal. “Quería recorrer el planeta, comprender cómo funcionaba, y pensé que un buen modo era encontrar algún medio dispuesto a costeármelo”. Trabajó como corresponsal del Wall Street Journal en Roma y Beirut y, en 1992, el New York Times le encargó que cubriera los Balcanes. “Aquella experiencia me cambió. De repente descubrimos que había campos de concentración en el corazón de Europa. Jamás creí que pudiera inocularse el virus del nacionalismo en una población que había convivido hasta entonces pacíficamente”.
La guerra tiene una justificada mala fama. “Es sucia, cierto”, escribe Emmanuel Carrère en Limónov, “es insensata”, pero olvidamos con frecuencia que “también la vida civil es insensata a fuerza de ser monótona y razonable y reprimir los instintos. La verdad es que nadie se atreve a decir que la guerra es un placer, el más grande de todos, pues de lo contrario se detendría de inmediato”. Y aporta el testimonio de otro colega de Libération, Jean Rolin, que rememora así el principio del conflicto yugoslavo: “Hacía buen tiempo, el número de bajas era aún limitado en ambos bandos y completamente nuevo el goce de llevar armas y servirse de ellas para imponer tu ley, aterrorizar a los civiles, abusar de las chicas y, por último, disfrutar gratuitamente de todas esas cosas tan largas y costosas en tiempo de paz, cuando hay que trabajar para conseguirlas, y muchas veces ni siquiera así”.
Ese ambiente rancio de euforia viril fue el que Cohen se encontró la primera vez que visitó Sarajevo. “Los serbobosnios se habían disfrazado con los uniformes de sus abuelos chetniks [los guerrilleros que se sublevaron contra la ocupación nazi] y se paseaban por la ciudad bebiendo y exhibiendo sus pistolones”.
Poco después, los fascistas croatas comenzaron a masacrar civiles serbios con el auxilio ocasional de los musulmanes, mientras los milicianos serbios respondían asesinando a civiles croatas y musulmanes. Cohen contemplaba por un lado aquel horror y, por otro, la “majestad”, la “vitalidad” y la “increíble belleza” de Yugoslavia y se preguntaba “cómo aquella riqueza y aquel vigor no se traducían en alguna forma de vida sostenible”. Para encontrar la respuesta necesitó escribir Hearts Grown Brutal (Corazones embrutecidos), un libro en el que, aplicando su método de elevarse desde la anécdota a la categoría, rastrea las andanzas de cuatro familias en las que se entrelazan linajes serbios, croatas, musulmanes y judíos, como era habitual en la Bosnia prebélica.
Cohen se centra en concreto en Alija Mehmedovic, un periodista que colaboró con el Gobierno del führer croata Ante Pavelic durante la Segunda Guerra Mundial y que acabó sus días en un asilo turco bajo una identidad falsa. Su hijo Sead creció convencido de que había muerto en la contienda. Luego, alguien le comentó que podía haber sobrevivido, quiso localizarlo y este afán por reunificar la familia constituye para Cohen una alegoría de la propia Yugoslavia, deseosa de concordia pero incapaz de gestionar sus armarios llenos de cadáveres, que alternativamente se empujan debajo de la alfombra (como durante la dictadura de Tito) o se usan de arma arrojadiza (como durante la presidencia de Milosevic).
En 1971 Sead viajó a Turquía para encontrarse con su padre, pero este falleció tres horas antes de que pudieran fundirse en un abrazo. “Yugoslavia”, reflexiona Cohen, “ha estado tan cerca como Alija y su hijo de la reconciliación, pero ha acabado siempre dividida por algún imprevisto”.
ODISEA. El segundo relato de Cohen se mueve también en esa intersección entre la historia menuda y la gran epopeya, pero es mucho más íntimo. Es una biografía de su madre, The Girl from Human Street (La chica de la calle de la Humanidad).
“La vida del periodista es una agitación continua”, observó un día. Desde que en los años 80 lo fichara el Wall Street Journal no había parado quieto un momento y de repente se le ocurrió que “esa existencia peripatética igual no consistía tanto en una carrera hacia algo como en una huida de algo”. ¿De qué?
Decidió indagar sus orígenes como Sead había seguido la pista de su padre y sus pesquisas lo condujeron hasta el pueblecito lituano de Zagare. Allí asistió en 2012 al descubrimiento de una placa conmemorativa de la matanza de judíos perpetrada siete décadas atrás. Las tropas alemanas fusilaron a cientos de adultos y a continuación, para no malgastar munición, agarraron a los más pequeños por los pies y les reventaron las cabezas contra los mismos árboles entre los que Polly Adler, la abuela materna de Cohen, jugaba de niña.
Por fortuna para Polly, su familia llevaba instalada desde principios del siglo XX en Sudáfrica, un lugar que ofrecía a los hebreos una importante ventaja: no eran la minoría oprimida. “Gracias a Dios que están los negros”, solía comentar con alivio un pariente. “Si no fueran ellos, seríamos nosotros”.
La madre de Cohen, June, nació en la calle de la Humanidad de una aldea minera y se crio entre algodones. Los negocios sonreían a los Adler. “Jamás tuvieron que hervir ni un huevo”. Un ejército de criados atendía sus menores caprichos. Su casa de Johannesburgo se hizo famosa por sus espléndidas fiestas. El jardín era como un campo de fútbol. Tenía su propio riachuelo y un puente de piedra. “Allí fue donde mis padres se conocieron en 1948”. Sydney Cohen era un ambicioso médico de orígenes humildes que no simpatizaba con los excesos del apartheid. “Fue amor a primera vista”. A los dos años se habían casado y, en 1953, se mudaban a Inglaterra en busca de oportunidades profesionales.
Sydney haría en Londres una carrera “meteórica” como científico, pero June se encontró “desarraigada”, despojada de “todo el apoyo de que había disfrutado en Sudáfrica. Para tener agua caliente debía echar monedas en un contador. Se esforzó por encajar, por olvidar la estrecha comunidad judía en la que había crecido, por desarrollar un sentido de pertenencia”, pero no pudo y “se vino abajo”. En 1957, durante el embarazo de la hermana pequeña de Cohen, experimentó los síntomas iniciales del trastorno bipolar que ya no la abandonaría. Ni la insulina ni los electrochoques acertaron a aliviar sus depresiones y trató de suicidarse en dos ocasiones. El pequeño Roger oía gemir a su madre algunas noches y veía consternado cómo desaparecía largas temporadas, pero no supo de su terrible agonía hasta mucho más tarde.
¿Fue la dolencia de June una mala jugada de la genética? Los psiquiatras que la atendieron y su propio marido así lo creían, porque había antecedentes familiares (un tío abuelo y un primo). Cohen no está convencido. Atribuye la enfermedad a su fracaso para adaptarse al exilio europeo y va incluso un paso más lejos. “He llegado a la conclusión de que la clave de la historia de mi madre […] está vinculada a nuestra odisea, una odisea judía del siglo XX, y a la tremenda presión que entraña vagabundear, adaptarse, disimular, callar y olvidar”.
El título del libro debe leerse como una metáfora. Humanidad no es solo el nombre de la calle sudafricana donde nació June, sino el género entero, los millones de humillados y ofendidos cuyos anhelos han hecho pedazos los delirios de algún líder visionario.
LA GOTA. En A través del espejo, cuando Alicia expone lo que parece una obviedad: “No puedo acordarme de nada que no haya sucedido antes”, la reina Blanca le replica: “Mala memoria aquella que solo funciona hacia atrás”. Esto es algo que los nacionalistas violentos saben desde hace tiempo: la memoria también funciona hacia adelante. “Cada gota de sangre derramada, cada desconchón de muro que la metralla levanta, cada parcela expropiada se apunta en el Libro del Rencor”, escribe Cohen. Así, nota a nota, se compone cuidadosamente el pasado glorioso que va a servir de futuro. “Nuestra mente no es tan racional”, dice. “En Yugoslavia aprendí lo sencillo que es manipularla. Basta con evocar un paraíso perdido [el universo ario, la Gran Serbia] e identificar al enemigo que te impide recuperarlo [los judíos, los musulmanes]”. El resto consiste en matar.
Y en este punto arranca la tercera historia de Cohen, cuya crónica todavía no ha escrito porque no ha hecho más que empezar.
“A veces da la impresión de que Donald Trump quiere llevar Estados Unidos de vuelta a una pintura de Norman Rockwell, a una América poderosa que ya no existe ni puede existir. No es posible cambiar la demografía ni el ascenso de China o India. Estamos en 2017, no se puede ignorar impunemente”.
Pero eso no impide que la gente sienta añoranza.
En una de sus columnas del New York Times, Cohen describe cómo los soldados que volvieron a casa, derrotados y envueltos en un silencio humillante, se encontraron a los pocos años con que sus ahorros se habían volatilizado como consecuencia de una ininteligible crisis financiera. El resentimiento contra los ineptos dirigentes liberales, que llevaba años embalsándose, se desbordó y en las siguientes elecciones millones de votantes optaron por un gobernante diferente, un hombre fuerte que prometió poner la nación por encima y no someterse jamás al dictado de nadie que no fuera el pueblo: Adolf Hitler.
¿O estaban quizás pensando en otro político y en otro país? No les culpo. Las semejanzas entre la Alemania de Weimar y nuestras sociedades occidentales son inquietantes, observa Cohen. Igual que la globalización de la Belle Époque, la actual “resulta perturbadora para muchos ciudadanos de a pie. Tienen la sensación de que se nos ha ido de las manos, y la rápida sucesión de la burbuja tecnológica, los atentados yihadistas, la crisis de las subprime o los problemas del euro parecen darles la razón”. Los años 50 a lo mejor no fueron el paraíso, con sus discriminaciones y la amenaza permanente del holocausto nuclear, “pero todo era más simple”.
A la ansiedad que ocasionan las nuevas tecnologías, la desaparición de los empleos tradicionales, la creciente desigualdad y la inmigración, se suma “la increíble arrogancia” de las élites, que reiteran mecánicamente que no hay alternativa mientras impulsan el rescate de la banca. “Mucha gente de buena fe ha llegado a la conclusión de que el problema no es que el capitalismo no funcione, sino que está sesgado en favor de una minoría”.
“No me gusta ser agorero”, reflexiona Cohen, “pero las placas tectónicas del sistema internacional se están moviendo”. Rusia resurge, China se ha convertido en la mayor economía del planeta y “en la Casa Blanca tenemos un presidente impredecible que está harto de no ganar guerras”. Y añade: “La violencia está en el aire, aguardando una chispa que la prenda. Nunca creí que fuera a decir esto, pero me da miedo el mundo que vamos a dejar a nuestros hijos”.