Cuando Newman encontró a Séneca

Hemos pasado demasiado tiempo creyendo que estaremos en paz cuando las cosas nos vayan bien, pero las cosas nos irán bien cuando aprendamos a estar en paz.

Clay Newman fue un chico precoz. “La primera vez que me emborraché tenía 14 años”, escribe en El Prozac de Séneca. “La primera vez que me fumé un porro, 15. La primera vez que me arrestaron, 16…” Harta de su mala conducta, su madre lo llevó a un psiquiatra, que lo atiborró de antidepresivos. Durante un tiempo hizo lo que se suponía que debía hacer. Se colocó de mozo de almacén, se enamoró locamente de una chica y se casó con ella después de dejarla embarazada.

“Lo nuestro fue la crónica de un divorcio anunciado”. Newman resultó “un mal padre y un pésimo marido” y, a los cuatro años, su mujer y su hija lo abandonaron. Se quedó en el paro, carecía de ingresos, lo desahuciaron. Durante meses, coqueteó con la indigencia, hasta que un día, “en un asqueroso motel”, se tragó un tubo de Valium.

Entonces, “en el momento en que tuve la certeza de que iba a morir, algo en mí hizo clic. De pronto, sin saber muy bien por qué, quise empezar a vivir”. Se metió los dedos en la boca y el vómito salió como un escopetazo, rociando el cuarto de baño. “Y como pese a todo soy un tío con buenos modales, me puse a limpiar aquel desastre”. Cuando agotó el papel higiénico, arrancó una página de “un libro bastante viejo” que halló en un cajón. Era una recopilación de los Tratados morales de Séneca. Newman no había leído nada antes, pero devoró aquello de un tirón.

Hoy, casi 40 años después, plenamente rehabilitado, da clases en la universidad. ¿Qué descubrió aquella noche?

Séneca parte de una observación de Epícteto: “No es lo que nos pasa lo que nos hace sufrir, sino lo que nos decimos sobre lo que nos pasa”. Imagine que va por la calle y nota un golpe en la cabeza. Si al levantar la vista advierte que una placa de yeso se ha desprendido de una cornisa, razonará: qué suerte que haya sido un trozo y no la cornisa entera. Pero si lo que hay es un indeseable tirando piedrecitas a los peatones y riéndose, se indignará. El daño objetivo es el mismo, pero lo que nos decimos sobre él es distinto y es lo que nos hace sufrir.

Pero esperen, que es peor aún, porque ese mecanismo no solo nos hace sufrir por lo que nos ocurre, sino también por lo que no nos ocurre: por todos esos empleos, esas casas, esos artículos que anhelamos y nunca tendremos. Nos hemos convencido de que nuestro bienestar depende de algo externo. “La mayoría de las personas”, dice Newman, “trabajan en algo que odian para consumir cosas que no necesitan y poder impresionar a vecinos que detestan”.

Es una interminable carrera del ratón, porque ¿cuánto dura la satisfacción de coleccionar objetos y éxitos? Apenas unos instantes, pero nos hemos vuelto adictos a esas descargas de endorfinas y las buscamos denodadamente mientras la existencia se nos escurre entre los dedos. “¿Cuántas veces se ducha mientras se está duchando?”, se pregunta Newman. “Es decir, ¿cuántas veces está debajo del agua caliente a presión (un lujo que disfruta menos de la mitad de la población mundial) realmente duchándose, valorando y disfrutando ese momentazo? No muchas; ¿me equivoco? Mientras el agua caliente resbala por su cuerpo suele pensar en lo desgraciado que es su jefe, que lo obliga a trabajar hasta tarde. O en lo pesada que es su suegra, que no deja de llamarle para pedirle que vaya a comer el domingo a su casa. ¡Su jefe y su suegra se duchan con usted! La cruda verdad es que nunca está en la ducha mientras se está duchando”.

Hemos pasado demasiado tiempo creyendo que estaremos en paz cuando las cosas nos vayan bien, pero las cosas únicamente nos irán bien cuando aprendamos a estar en paz, cuando dejemos de afanarnos en controlar aquello que no depende de nosotros (el dinero, la fama) y nos centremos en nuestra capacidad de disfrutar.

Porque la vida no nos da nunca todo lo que queremos, pero sí todo lo que nos hace falta, como revela el hecho de que el planeta esté lleno de gente más miserable que nosotros y, sin embargo, insultantemente feliz. Es una mera cuestión de perspectiva. Todos hemos viajado alguna vez al extranjero. Vamos con los ojos como platos para no perdernos ni un átomo de belleza, tomando fotos, encantados. Pero esa alegría no está fuera. La generamos nosotros con nuestra actitud. ¿Por qué no podemos pasear siempre con la mirada de un turista?

“Los demás pueden matarnos físicamente”, dice Newman, “pero solo nosotros tenemos el poder de hacernos desgraciados”. Eso fue lo que descubrió aquella noche en un asqueroso motel.

Deja una respuesta

Introduce tus datos o haz clic en un icono para iniciar sesión:

Logo de WordPress.com

Estás comentando usando tu cuenta de WordPress.com. Salir /  Cambiar )

Imagen de Twitter

Estás comentando usando tu cuenta de Twitter. Salir /  Cambiar )

Foto de Facebook

Estás comentando usando tu cuenta de Facebook. Salir /  Cambiar )

Conectando a %s