Por qué son tan desagradables las juntas de vecinos

Durante un tiempo tuve el privilegio de presidir la comunidad de mi finca y lo recuerdo con auténtico espanto.

Mi vecina está indignada con el desmantelamiento del estado de bienestar. Vota a Podemos y se manifiesta contra los recortes cada vez que se le presenta ocasión, pero cuando en la última asamblea del edificio se planteó subirle el sueldo al portero, se puso hecha una pantera. Me llamó la atención su metamorfosis. La gente se vuelve francamente desagradable en las juntas de propietarios. Javier Ronda y Marian Campra escriben que son como países “en pequeña escala”, con una diferencia principal: mientras el candidato a gobernar un país “desea con fervor el cargo”, nadie quiere ser presidente de una comunidad.

Yo lo fui una temporada y lo recuerdo con espanto. Sacar adelante la derrama más insignificante era una proeza. Cualquier asunto daba pie a enfrentamientos encarnizados. Me llamaban cada noche (¡cada noche!) para quejarse de algo: la cerradura de la calle, la luz del descansillo, el color de los felpudos… El portero me aguardaba agazapado en la sombra para abordarme a la vuelta del trabajo con cualquier pretexto y, como si sufriera la amenaza de una organización terrorista, tuve que cambiar mi rutina. Entraba y salía cada día a una hora distinta, arrimado sigilosamente contra la pared y después de realizar un barrido exhaustivo con la mirada.

Este hostigamiento implacable contrasta con el despego con que contemplamos la gestión de los recursos del Estado. “El dinero público no es de nadie”, sentenció en cierta ocasión la vicepresidenta Carmen Calvo a propósito de las ayudas al cine. “Cuantas más comisiones y asesoramientos externos […] mejor”. Eso es. Igual sucede con las dotaciones para enseñanza, sanidad, funcionarios, carreteras, pensiones: cuantas más, mejor. Total, “estamos manejando dinero público”.

Cuando hace unos años entrevisté al fundador del Instituto para la Calidad del Gobierno, Bo Rothstein, me explicó que las regiones más corruptas del planeta no lo eran porque sus habitantes fuesen peores en términos morales. Las encuestas revelan que todos, suecos y nigerianos, daneses y mexicanos, consideran que la prevaricación y el soborno son reprobables. Tampoco era una cuestión religiosa. “Las naciones luteranas parecen mejores que las católicas o las musulmanas”, decía Rothstein, “pero el norte de Italia es tan católico como el sur y es igual de honesto que Dinamarca”.

El factor relevante era cómo se financiaba el culto. “La religión es cara. Hay que levantar iglesias y mezquitas, pagar a los clérigos, mantener escuelas y seminarios, conservar cementerios”. Entre los musulmanes y los católicos este esfuerzo se canalizaba a través de instituciones cuyos gestores no eran designados por los fieles ni debían rendirles cuentas. Por el contrario, en la Europa luterana eran los feligreses quienes sufragaban las parroquias con sus diezmos y tasas, y se volvió habitual que el pastor justificara sus decisiones. Esas estructuras “protodemocráticas de representación, transparencia y responsabilidad” marcarían la administración del resto de los asuntos públicos.

También las juntas de propietarios son estructuras protodemocráticas y, en cada aumento del gasto, lo que está en juego no son unas abstractas partidas presupuestarias, sino nuestro dinero. Por eso mi vecina se pone tan desagradable y, lejos de censurar sus invectivas al presidente de la comunidad, deberíamos animarle a que reservara parte de su venenoso carácter para hacer igualmente miserable la vida del presidente del Gobierno.

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