Una inteligencia aguda no es la mejor receta para la felicidad. Puede incluso que estorbe.
Un eminente rabino lituano se quejaba de que sus alumnos se dedicaran a jugar al fútbol durante la pausa de la comida, en lugar de reflexionar sobre la Torá, y estos decidieron invitarlo a un partido profesional, para que apreciara la belleza del deporte. Al final de la primera parte le preguntaron qué le había parecido.
“He resuelto el problema”, les anunció el rabino. “Dad un balón a cada equipo y se acabó la discusión”.
El columnista Bret Stephens extrae esta anécdota apócrifa de Genius & Anxiety, un libro que repasa las contribuciones de los pensadores, artistas y científicos judíos entre 1847 y 1947. Es un elenco impresionante: Albert Einstein, Sigmund Freud, Marcel Proust, Franz Kafka, Karl Marx… ¿Cómo es posible que una comunidad que no supone ni el 0,3% de la población del planeta haya alumbrado tantas ideas disruptivas? La respuesta habitual es que son más listos y existe, por lo visto, cierta evidencia. Una investigación de 2005 concluía que “los askenazíes tienen el cociente intelectual medio más alto de todos los grupos étnicos de los que hay datos fiables”. En el siglo XX “nunca superaron el 3% del censo estadounidense, pero recibieron el 27% de los premios Nobel”. Asimismo, suman “más de la mitad de los campeones mundiales de ajedrez”.
Stephens cree, sin embargo, que esta explicación es insuficiente y sugiere un elemento más: la religión hebrea insufla inconformismo y “pide a sus fieles que no solo observen y obedezcan, sino que cuestionen y discrepen”. Es la famosa chutzpah, un término yiddish que aprendes en cuanto aterrizas en Israel y cuya traducción fácil sería descaro, falta de vergüenza. Hay un chiste muy ilustrativo. Están un ruso, un americano, un chino y un israelí y un encuestador les dice: “Disculpen, ¿qué opinan de la escasez de carne?” El ruso dice: “¿Qué es carne?” El americano: “¿Qué es escasez?” El chino: “¿Qué es opinan?” Y el israelí: “¿Qué es disculpen?”
La responsable de un fondo de inversión me confesó cuando visité hace años Jerusalén que los directivos estadounidenses están habituados a que sus instrucciones se cumplan sin rechistar, pero en Israel se encontraban con que los miraban poco convencidos y les decían si estaban seguros de que no había otro modo mejor de hacer las cosas. Esta espíritu hipercrítico complica la gestión, porque ralentiza las reuniones y obliga a justificarlo todo, pero también multiplica la creatividad, porque la empresa ya no depende de la genialidad del jefe.
Todo esto está muy bien, pero uno no puede dejar de preguntarse: ¿de verdad les ha ido tan bien siendo tan listos? Piénsenlo: los egipcios y los babilonios los redujeron a la esclavitud, los romanos los enviaron a la diáspora, durante la Edad Media todos los reinos europeos los expulsaron, los alemanes los confinaron en campos de exterminio y ahora viven en estado de sitio en Palestina. No es lo que podríamos llamar una historia de éxito. Una historia de éxito es la de los suizos, que tienen fama de aburridos y sosos y no han aportado a la humanidad más que el reloj de cuco y el secreto bancario, pero ahí están tan calentitos, en su rinconcito de los Alpes, sin que nadie los importune.
En las redes sociales el artículo de Stephens ha suscitado alguna reacción. Alex Berg sostiene que el estereotipo de los judíos inteligentes se ha empleado para atizar el odio contra ellos y es una forma solapada de antisemitismo. Su tuit llevaba 3.875 “me gusta” la última vez que lo consulté, pero no puedo estar más en desacuerdo. Me parece lamentable pedirle a nadie que disimule sus logros para no molestar a los demás. Habría que pedir en todo caso a los demás que disimularan su envidia. A los genios, pobrecitos, hay que dejarlos en paz, porque bastante tienen ya. El inconveniente principal de cuestionarlo y analizarlo todo no es que te haga impopular, sino que te impide ser feliz. Lo que el eminente rabino lituano debería haber hecho es disfrutar del partido, como los suizos.