“¿Te he hablado alguna vez de los hermanos Meadow?”, preguntó de pronto Stahr. “Tenían una cafetería en la misma calle donde monté yo la mía cuando llegué a Chillbourg”.
“Morirse no tiene ninguna gracia”, dijo Monroe Stahr con la mirada puesta en el extremo incandescente de su apestoso habano. Muchos parroquianos se preguntan cómo los dueños del Calridge toleran que siga fumando. Alguno incluso llama al encargado, que acude solícito, escucha respetuoso la protesta y se encoge luego de hombros con una amable sonrisa, como diciendo: “Es increíble, ¿verdad?”
Pero me desvío. El caso es que Stahr sonaba sinceramente agobiado. Anda pendiente de unas pruebas médicas y la perspectiva de una mala noticia lo tiene de un humor oscuro. “No soy ningún ingenuo”, me contó, “sé que la muerte es nuestro destino inevitable y he tenido algún trato con ella, pero siempre por motivos, digamos, profesionales. No sé si me explico”.
“Te explicas perfectamente”, pensé con un escalofrío.
Stahr volvió a clavar la vista en el cigarro, se lo llevó lentamente a la boca, dio una honda chupada y exhaló una vaharada densa y acre.
“¿Te he hablado alguna vez de los Meadow?”, dijo de pronto, y prosiguió antes de que manifestara curiosidad alguna: “Tenían una cafetería en la misma calle donde monté yo la mía cuando llegué a Chillbourg. A diferencia de lo que me sucedió a mí, a ellos les fue muy bien desde el principio. Yo tuve que hacer bastantes probaturas antes de dar con la tecla”.
El oyente poco avisado quizás imagine que cambió el decorado o la composición de la carta, pero lo cierto es que pronto comprendió que nadie se hace rico poniendo menús. “Es un sector con una competencia feroz. Los márgenes son muy estrechos y te matas a trabajar por una miseria”. Llevó a cabo un rápido análisis de situación. Era un barrio tranquilo, de profesionales de clase media: médicos, abogados, profesores, funcionarios. “¿Qué se echaba en falta?”, dijo Monroe, y señaló con un arqueo de cejas hacia Kitty, que merodeaba como un tiburón por la barra: “¿Me invitas a una copa, guapo?”
Fue un acierto. Ganó su primer millón y contrató a más Kittys, pero el local se le quedaba pequeño y pensó en la cafetería de los Meadow. “Eran dos hermanos. El que llevaba la voz cantante era el mayor, Adolfo. Estuve en tratos con él un tiempo largo. No quería vender. Le hice una oferta muy generosa, suficiente para retirarse, pero me decía: no es por el dinero, a mí esto me entretiene. Pues monta otra cafetería en otro barrio, le decía yo. Es que a mí este me gusta, me contestaba”.
Una noche, Stahr lo citó en un chalet a las afueras de Chillbourg. “Nos sentamos en la cocina, el uno frente del otro, cara a cara. Hablamos y hablamos, pero Adolfo era obcecado y, en un momento dado, llamé a Yonatán y Brayan. Son dos tipos callados y corpulentos. Cogieron un par de sillas, las arrastraron hasta la mesa y flanquearon estrechamente a Adolfo. Él los miró de arriba abajo y me dijo: haz lo que tengas que hacer, que yo haré lo que tenga que hacer. Me pareció una provocación. ¡Será chulo!, pensé, e hice el gesto convenido de antemano con Yonatán y Brayan. No quiero aburrirte con los detalles, pero tras aquel episodio la negociación se desatascó y durante años no me cupo la menor duda de que allí había habido un único ganador. Ahora, sin embargo, si pudiera no le diría: dame tu cafetería. Le diría: dame tu serenidad”.
La desaparición de Adolfo ocasionó una breve investigación. El hecho de que el hermano traspasara rápidamente el negocio suscitó muchas sospechas y Stahr tuvo que acudir a comisaría a declarar. Admitió que había pasado la noche de autos con Adolfo, pero que este se había ido por su propio pie, como ratificaron Yonatán “Mono Loco” y Brayan “Barracuda”.
El juez se dio por satisfecho. Es increíble, ¿verdad?