Si Mussolini regresara, no lo haría con sus camisas negras y sus delirios imperiales. Los movimientos totalitarios no adoptan nunca el mismo aspecto.
Cuenta Andrés Trapiello en Las armas y las letras que la Guerra Civil se libró primero en las revistas de literatura. Como en ese relato de Woody Allen en el que un judío calvo entra y sale de Madame Bovary gracias al artefacto de un prestidigitador, infinidad de pasajes comunican realidad y ficción. Woody Allen seguramente exagera y nunca podremos retozar con la heroína de Flaubert en la campiña de Yonville, ni tenerla alojada en el hotel Plaza de Nueva York mientras los estudiantes de filología de todo el planeta preguntan por qué no aparece madame Bovary en Madame Bovary y los profesores piensan: “Santo cielo, estos chicos siempre con la yerba y el ácido”.
Pero no es extraño el tráfico en sentido inverso, como el que apunta Trapiello. La Gaceta Literaria empezó “con ánimo integrador”, acogiendo en sus páginas a miembros de la generación del 98, del 14 y del 27, pero poco a poco se impuso el sectarismo propio de la época. “Ante todo”, escribía en enero de 1928 el vanguardista César Arconada, “es necesario sentar este principio: en el momento actual los que se llaman liberales son los retrasados, los reaccionarios. Un joven puede ser […] cualquier cosa menos tener ideas liberales”. Esta opinión la compartían falangistas y comunistas, que en los años 20 eran amigos, comían y bebían juntos e incluso planeaban, como Rafael Sánchez Mazas y José Bergamín, comprar a medias un terreno en el Viso para levantar en él chalés paredaños. Los liberales se acabaron yendo, lógicamente, de La Gaceta y dejaron solos a los “jóvenes de ideas actuales”, que pasaron de palmearse la espalda y llamarse jocosamente rojos y fachas en los bajos del café Lion a perseguirse a tiros por Madrid.
Este proceso de construcción del antagonismo, que despeja primero de liberales el campo de juego para agruparse luego en la lucha final, es una de las características de los movimientos totalitarios. Umberto Eco comentaba en un artículo de 1996 que si Benito Mussolini regresase, no lo haría con sus camisas negras, sus delirios imperiales y su antisemitismo. El fascismo, como el comunismo, no adopta nunca el mismo aspecto. De hecho, enarbola a menudo los ideales de sus rivales, pero purificados y vigorizados: su democracia es la única que refleja el sentir profundo del pueblo, su prosperidad inagotable, su libertad auténtica, su justicia integral.
En la técnica del populismo, la usurpación de estas palabras fetiche (democracia, prosperidad, libertad, justicia) sustituye a la confrontación de ideas típica de un régimen liberal. Ya no se trata de esgrimir y refutar razones, sino de apropiarse del lenguaje. Es lo que hace Pablo Iglesias últimamente. No lo oirán rendir cuentas ni exponer argumentos. Se dedica sobre todo a fijar significados y delimitar campos. Si se monta una cacerolada contra el Rey, es libertad de expresión, pero si se la organizan a él en Galapagar, llama a la Guardia Civil para que corte la calle. Si sus militantes ocupan Sol, están asaltando el cielo, pero si Vox convoca una caravana en la Castellana, intenta influir en algunos poderes del Estado. Si la izquierda se manifiesta, la mueve la legítima indignación, pero si lo hace la derecha, son cayetanos que quieren crispar. Y así sucesivamente.
“Debemos”, concluía su artículo Eco, “prestar atención para que el sentido de estas palabras [libertad, dictadura] no vuelva a olvidarse”. Confundir su significado es el primer paso para desactivar el debate y, a partir de ahí, ¿a qué queda reducida la política? A atizar la frustración, señalar un culpable y trasvasar poco a poco el odio de las palabras a los hechos, de las revistas de literatura a la realidad.