La apropiación del paisaje

Si una ciudad es como una serpiente y debe mudar de piel cada cierto tiempo, lo lógico es que lo haga civilizadamente y no a golpe de algaradas.

No hay nada menos inocente que un callejero. Con cada placa de cada plaza y de cada avenida se atornilla una versión de la historia. Antes era la nacionalcatólica y las calles se llamaban Capitán Haya, Hermanos Miralles o José Antonio. La Transición corrigió esa acumulación excesiva de memoria franquista, pero a cierta izquierda no le parece suficiente. Esta fijación por ocupar el paisaje siempre me ha llamado la atención. Desde un punto de vista propagandístico, funciona bastante mal. Si a los madrileños les preguntas por Lista o Manuel Becerra, la mayoría te responderá que son estaciones de metro. Y yo no tenía ni idea de que el capitán Haya fuera un aviador del bando nacional hasta que Manuela Carmena lo mandó sustituir por el poeta Joan Maragall.

El que la apropiación del callejero sea poco eficaz no impide, sin embargo, que tenga abundantes y tenaces partidarios. El fenómeno viene de lejos. Como el historiador del arte Erin L. Thompson señala, en materia de escultura “la destrucción ha sido la regla y la preservación la excepción”. Los reyes asirios incluían en sus efigies una leyenda que maldecía a quienes las deterioraran, lo que revela que era habitual cientos de años antes de Cristo.

Podríamos decir que la humanidad se divide básicamente entre los que erigen monumentos y los que los derriban. Escuché una vez a Miguel Gila proponer en la radio que las estatuas de los hombres ilustres se hicieran con el cuello de rosca y así, cuando cambiara el partido en el poder, se podía cambiar la cabeza y sustituirla sin necesidad de causar gran destrozo ni desperdiciar el caballo o el carro de tritones en el que el prócer estuviera encaramado. Gila lo contaba como una gracia, pero lo cierto es que los griegos hacían algo parecido. Las esculturas de sus dioses eran de bronce, un metal que, cuando la moda religiosa pasaba, podía fundirse y emplearse para forjar armas, acuñar moneda o consagrarse a otro culto. La demolición era tan habitual que los Apolos y las Venus que conservamos son las copias en mármol de los originales que los patricios romanos encargaban para sus villas.

El pragmatismo de los antiguos griegos no me disgusta. La arquitectura urbana refleja unos valores y, si estos cambian mucho, aquella puede acabar chirriando. Una ciudad es como una serpiente, debe mudar de piel cada cierto tiempo y tiene perfecto sentido que se apee de su pedestal a un traficante de esclavos, pero civilizadamente, en el curso de un debate razonado y razonable, no a golpe de algaradas.

Los líderes populistas no comparten, por desgracia, mi fe en las instituciones de la democracia liberal. Para ellos solo hay una historia verdadera y Pablo Iglesias es su profeta. Con la movilización de sus seguidores pretende crear la impresión de que retirar a Colón de su columna es un deseo urgente, indiscutible y ampliamente compartido, pero al común de los mortales nos da normalmente bastante igual quién esté en el centro de una rotonda ordenando el tráfico. Cuando en 2014 se lanzó en Nueva Orleans una campaña contra los monumentos sudistas, el editor Rod Dreher escribió que su remoción violenta contribuía poco a remediar los problemas reales de los negros. Citaba en concreto que las calles de la ciudad se encontraban en un estado terrible, y añadía: “Algunos vecinos sarcásticos han empezado a pintar nombres de generales confederados en los baches a ver si así el alcalde los tapa”.

Es un modo de sacar algo práctico de esta manía secular.

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