La muerte nos vuelve a la vez “patéticos y preciosos”, dice Borges. Apenas somos un relámpago, pero mientras dura gozamos del privilegio de la pasión.
El domingo me llegó por WhatsApp la noticia del fallecimiento de un viejo amigo. Habíamos coincidido en La Gaceta de los Negocios. Luego yo me fui a Actualidad Económica y perdimos contacto, pero nunca dejé de abrigar por él un cálido afecto. Poco antes de separarnos me comentó que acababa de mudarse a Toledo. Se alojaba en el casco histórico, en un palacio rehabilitado para acoger modernos apartamentos. Cada mañana bajaba caminando hasta la estación del AVE, disfrutando de la belleza recia y adusta de la capital castellana. Aquel paseo era para él impagable y yo confío ahora en que pudiera recorrerlo muchas veces.
No sabía, nadie lo sabe, que había enfilado el último tramo. De acuerdo con las ciencias actuariales, le quedaban una veintena de años por delante y, siempre que alguien fallece prematuramente, nos golpea con su máxima crudeza el absurdo de la existencia. Todos esos jóvenes acribillados en una trinchera, atrapados entre los hierros retorcidos de un automóvil, consumidos por una leucemia antes siquiera de llegar a la madurez, ¿por qué? ¿Qué sentido tiene? La misma reflexión deben de hacerse los pasajeros de un avión que se precipita inexorable contra el suelo. Muchos volaban para hacer algo prescindible, que podían perfectamente no haber hecho (un viaje de placer, una visita a un familiar, una gestión que quizás habría podido zanjarse por teléfono) y, de repente, esa decisión trivial, que tomaron sin darle casi importancia, se convierte en la más trascendental de todas.
“La muerte es algo trágico, arbitrario y sin sentido”, dice el filósofo Todd May. “Pero”, añade a renglón seguido, “también puede abrirnos a una plenitud que sin ella sería imposible”. Jorge Luis Borges describe en un relato memorable la historia de Joseph Cartaphilus, un personaje que bebe las aguas del río egipcio “que purifica de la muerte” y no tarda en descubrir que, si a los mortales nos acongoja el inevitable final, a los inmortales los abruma el tedio eterno. Lo que no han visto hoy, lo verán mañana o pasado. Cada acto se repite hasta el vértigo. No hay nada que no vayan a hacer o experimentar. Aprenderán a interpretar la Rapsodia de Rachmaninov, como Bill Murray en El día de la marmota, porque ningún reto resulta excesivo, por arduo que parezca. “Homero”, observa Cartaphilus, “compuso la Odisea; postulado un plazo de tiempo infinito, con infinitas circunstancias y cambios, lo imposible es no componer, siquiera una vez, la Odisea”.
Para cualquiera de nosotros cada momento es, por el contrario, irrepetible. La muerte nos vuelve simultáneamente “patéticos y preciosos”, dice Borges. Apenas somos un relámpago, un fuego fatuo, pero mientras dura gozamos del privilegio de la pasión y basta para colmarnos una sencilla caminata hasta la estación del AVE, el zigzagueo de las golondrinas en torno a la estatua de Garcilaso, el tenue vapor que las calles transpiran ante el calor aún incipiente del nuevo día.