Todo lo que hace sublime al fútbol vuelve aborrecible a la política.
La afición al fútbol es un fenómeno misterioso, que hunde sus raíces en nuestra condición más animal. Cuando aún se podía, solía ir al Metropolitano con mi hijo Miguel o quedaba con él en La Cofradía, un bar de Juan Bravo, para ver al Atlético. Algunas de las alegrías más intensas de mi vida han sido goles. Recuerdo en concreto el que le hizo Griezmann al Bayern. Marinetti y los futuristas afirmaban que un automóvil rugiente es más hermoso que la Victoria de Samotracia, pero tenían que haber visto el pase de tiralíneas al primer toque que Torres le dio al Principito en el Allianz Arena.
Pensarán: qué barbaridad, comparar una asistencia con una obra cumbre del arte universal, pero el fútbol es pasión y a nadie se le ocurriría contaminarlo de racionalidad. ¿Se imaginan que Simeone y Zidane comparecieran en rueda de prensa para anunciar que habían pactado la senda de resultados de las próximas temporadas? “Hemos decidido que el Madrid venza este año en el Metropolitano y el que viene, el Atlético en Chamartín”. Menudo escándalo. Lo que se espera de un entrenador es que sea como Luis Aragonés y diga que lo que importa es “ganar y ganar y ganar y volver a ganar”. Incluso encontramos verosímil que Mourinho se enfadara con Casillas por rebajar la tensión con el Barcelona. En el deporte, alimentar la agresividad se considera legítimo. Andre Agassi cuenta en sus memorias que, antes de un enfrentamiento contra Baghdatis, su mujer Steffi Graf y sus dos hijos salieron a despedirlo a la puerta de casa. “¿Qué se dice, niños?”, les conminó Graf. Y ambos respondieron: “¡Destrózalo, papá!”
Naturalmente, todo debe hacerse con arreglo a ciertas limitaciones. En fútbol no se puede tocar la pelota con la mano; en baloncesto, con el pie, y en tenis, ni con la mano ni con el pie: con una raqueta. El mérito radica en atenerse a esa dificultad añadida, que subraya el carácter superfluo del deporte. En otros ámbitos, el esfuerzo entrega siempre algo, generalmente dinero, pero el espectador no sale más próspero del estadio. Lo que se busca al final de cada confrontación es el éxtasis de la victoria o la agonía de la derrota. Emociones intensas, pero evanescentes, que duran días, cuando no horas. Por eso está tan bien puesto el título a la historia del Santiago Bernabéu: La fábrica de sueños.
Todo lo que hace sublime al fútbol vuelve, sin embargo, aborrecible a la política. No hay nada más pragmático. Lo que busca el ciudadano al final de cada legislatura no son sueños ni emociones evanescentes, sino salir más próspero. Ganar y ganar y ganar y volver a ganar tampoco tiene sentido. El objetivo del jugador está claro: es el gol, hacer canasta, un revés incontestable. En política carecemos de esas referencias. De hecho, no sabemos bien adónde nos dirigimos. No existe una sociedad ideal, con las dosis precisas de libertad, igualdad o seguridad, porque estas no son totalmente compatibles (cuanta más libertad, menos igualdad y menos seguridad, y viceversa). Procedemos mediante ensayo y error y ello requiere cierta disposición a participar en el experimento del rival y hasta cooperar en su éxito. En deporte eso se llama tongo.
Es verdad que en la noche electoral nos entristecemos con la derrota de nuestras siglas como si nuestro equipo hubiera caído en un derbi, pero en el fútbol ese sentimiento es la estación terminal: la línea acaba ahí. En la democracia cada legislatura nueva es otra etapa de un viaje infinito y hay que levantar la cabeza, mirar más allá, sacar la calculadora y, especialmente, desconfiar de quienes sostienen que la política es una fábrica de sueños, porque solo quieren reducirnos a la condición de hinchas irreflexivos.