Una teoría de la charlatanería aplicada al caso español

Cuando Sánchez fabula no pretende construir una representación precisa del universo, sino una representación preciosa de sí mismo.

El 5 de setiembre, Pedro Sánchez declaraba en El País: “Cuando acabe 2021 se habrá pagado de luz lo mismo que en 2018”. Era una afirmación arriesgada y, sobre todo, innecesaria, lo que en tenis se llama un error no forzado: el jugador estrella la pelota en la red sin que el rival lo presione. Sánchez podía haber echado la culpa al gas, a Putin, a los derechos de CO2, a las aviesas multinacionales. ¿Qué necesidad tenía de prometer nada? “Se ha metido él solo en el lío”, me dice un amigo, “y le va a salir caro”, pero tengo mis dudas de que vaya a pagar un precio significativo por el desliz.

“Uno de los rasgos más destacados de nuestra cultura”, señala Harry Frankfurt enOn Bullshit, “es la cantidad de charlatanería que se da en ella”. Carecemos, sin embargo, de “una teoría de la charlatanería”. Con lamentable falta de rigor, la confundimos con la mentira, cuando se trata de criaturas completamente diferentes y, para ilustrarlo, recoge Frankfurt una anécdota de Fania Pascal, una socia del exclusivo Club de Ciencias Morales de Cambridge. La acababan de operar de amígdalas y estaba recuperándose en el hospital cuando sonó el teléfono. Era Ludwig Wittgenstein. “Estoy como un perro al que acaban de apalear”, se quejó. Wittgenstein respondió con fastidio: “Tú no tienes ni idea de cómo se siente un perro apaleado”.

Pascal se tomó mal aquella salida. Quizás escogiera una analogía exagerada, pero ¿tanto como para que la trataran de mentirosa? Cabe, por otra parte, la posibilidad de que el comentario de Wittgenstein fuese una broma entre colegas de la escuela de filosofía analítica, tan rigurosos en el uso del lenguaje. “¿Quién sabe lo que ocurrió realmente?”, se plantea Frankfurt. No hay modo de consultar a los interfectos, así que unos pensarán que Pascal estuvo torpe y otros, que tampoco era para tanto.

¿No reconocen en esas dos reacciones al votante del PP y al del PSOE? El primero considera un embuste todo lo que dice Sánchez; el segundo lo disculpa invariablemente. Y si debemos convenir con el primero en que Sánchez mantiene una relación reprochable con la verdad, hemos de señalar en su descargo que no es técnicamente un mentiroso. Como Pascal, únicamente busca crear una impresión en el interlocutor, y eso es lo que distingue al charlatán del embustero. “Este”, observa Fernando Savater, “conoce la verdad, pero la oculta y desfigura para obtener algún tipo de ventaja”. El charlatán, por el contrario, la ignora por completo. “Simplemente”, dice Frankfurt, “no le presta atención”. Su propósito cuando fabula no es construir una representación precisa del universo, sino una representación preciosa de sí mismo. “Quiere pasar”, sostiene Savater, “por piadoso, elevado, sensible”. O en el caso de Sánchez, por progresista, solidario, empático. Si leen la entrevista de El País, verán cómo insiste en “la protección de los consumidores más vulnerables”, en “la prohibición de que se corte la luz a los que no puedan pagar”, en que ha “detraído 650 millones de euros que iban a ir a la cuenta de las eléctricas para volcarlos en los consumidores”. Es el paladín de los humildes, de los vulnerables, de los que no pueden pagar. Ese es el núcleo de su representación. Y si ocurre que de cuando en cuando incumple sus promesas, lo esencial es que insiste y se esfuerza, y en política importan más las intenciones que los hechos. Eso es lo que el votante juzga. Cualquier charlatán lo sabe (aunque Sánchez sea todo menos un charlatán cualquiera). Lo sabía José María Aznar cuando en 1996 ganó tras una feroz campaña contra los nacionalistas catalanes y pactó luego con ellos la investidura. ¿Le salió cara la traición? Las siguientes elecciones se las llevó por mayoría absoluta. No encarnaba, como Sánchez, al adalid de los ofendidos y humillados. Su representación era más bien la del gestor eficaz. “Había un problema y se ha solucionado”.

¿Y no tiene límite la charlatanería? Mi admirado Luca Costantini cuenta en Al olor del dinero que Pablo Iglesias quedó tocado tras la compra del chalet de Galapagar. Al cofundador de Podemos no se le puede negar sinceridad. Otros políticos llevaron antes que él una doble existencia de lujo en la intimidad y frugalidad en público sin que apenas trascendiera. Iglesias optó por hacerlo a plena luz, sin darse cuenta de que el votante puede perdonar la traición a la verdad, pero no al personaje que se encarna.

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