Ningún argumento racional podrá nunca acallar el miedo. Todo lo más, tranquilizarnos, igual que ocultarnos tras un arbusto durante la batalla.
Si hemos de creer a madame de Sévigné, François de la Rochefoucauld mantuvo una presencia de ánimo admirable hasta el último momento. “Parecería como si fueran la enfermedad y la muerte del vecino”, escribe la marquesa a su hija, “como si no tuvieran que ver con él”. Era el cuadro final de una biografía magnífica, llena de acción y frases felices, como esas películas de capa y espada cuyo protagonista remata a sus rivales con una estocada y un comentario ingenioso. “Se necesitan virtudes más grandes para soportar la prosperidad que la adversidad, mon ami!”
La Rochefoucauld nace en 1613, en la Francia de Richelieu y, por tanto, de los Tres Mosqueteros. Su ejecutoria de nobleza es impecable. “Puedo probar”, alardea, “que desde hace 300 años los reyes no han dejado de llamarnos parientes suyos”. Por ello, “no recibió una educación esmerada”, explica Carlos Pujol: “un gran señor no ha de tener demasiadas letras, según juzgaba el siglo; la mejor escuela son las armas”. Tras pasar la infancia y la primera adolescencia en la provincia de Poitou, de la que su padre era gobernador, se sume con 16 años en un frenesí de batallas y faldas. Es un aristócrata levantisco, que lo mismo sirve bajo la bandera del rey que contra ella, y entre campaña y campaña se refugia en los brazos de duquesas y marquesas. “La Rochefoucauld hará todo género de insensateces […] mientras en el hogar le espera la esposa, que le daría ocho hijos y de la que apenas dice nada”, escribe Pujol, y recuerda la máxima 365: “Es bien sabido que no hay que hablar mucho de la mujer propia”.
Esta agitación acabará abruptamente en 1652, cuando un mosquetazo le atraviese la cabeza hasta casi hacerle “saltar los ojos de la cara”. Ronda la cuarentena, pero sale de la convalecencia hecho un anciano, un tigre malherido que ha quedado para ronronear en los salones. Su situación financiera tampoco es brillante. Medio ciego y medio arruinado, cualquiera diría que sufre el merecido destino del sujeto de escasos escrúpulos que ha sido. Él no lo verá así, naturalmente, y quizás para demostrar que no es tan diferente de quienes lo censuran, empezará a recopilar sus pensamientos.
Leídas por separado, las Máximas admiran por su agudeza y elegancia, pero en conjunto conforman una obra tenebrosa y nihilista. “Nuestras virtudes no son sino vicios disfrazados”, arguye La Rochefoucauld. La humildad es “una fingida sumisión que se utiliza para someter a los demás” y la generosidad, “la jactancia de dar”. Quienes resisten a la lujuria lo hacen más por debilidad de la pasión que por fortaleza de la voluntad. La sinceridad es “una forma de disimulo para ganarse la confianza de la gente”; la templanza, “inquietud por la salud o incapacidad de comer mucho”, y la amistad, “un contrato recíproco de intereses, un intercambio de favores”. Lo único que distingue al héroe del resto de los mortales es su “gran vanidad” y el desprecio del sabio por la riqueza es el berrinche de quien no ha podido reunir los caudales a los que se estimaba acreedor.
En este universo implacable La Rochefoucauld admite que, de cuando en cuando, tropiezas con alguien que se empeña en hacer el bien, pero desaconseja seguir sus pasos. No solo es “una gran locura querer ser el único cuerdo”, sino peligroso, porque “el mal que hacemos no nos trae tanta persecución y odio como nuestras buenas cualidades”.
La Fontaine compara las Máximas con un espejo que nos devuelve inclemente nuestra verdadera imagen, pero una teoría que reduce la ética a puro egoísmo adolece de graves carencias. Muchos comportamientos resultan incomprensibles. El filósofo Mencio pone el ejemplo de unos hombres que vieran de pronto caer a un niño a un pozo. “Todos sentirían miedo y compasión, y esto no sería por granjearse el agradecimiento de sus padres, ni por ganar fama entre sus amigos y parientes”. Esa empatía espontánea es “la base de la rectitud” y la moral, y no el frío cálculo de costes-beneficios que describe La Rochefoucauld (aunque ambos no sean incompatibles).
El pesimismo del aristócrata parece más justificado cuando subraya el papel que la fortuna desempeña en los asuntos terrenos. Lo que denominamos mérito es a menudo la feliz casualidad de estar en el sitio adecuado en el momento preciso. Michael Sandel se preguntaba hace poco en la Fundación Areces qué habría sido de alguno de nuestros deportistas de élite si hubieran nacido en la Edad Media en lugar del siglo XXI, una época en la que encestar desde la línea de 6,25 es una habilidad altamente apreciada. La Rochefoucauld no podría estar más de acuerdo. “Aunque la gente se vanaglorie de sus grandes obras, por lo general estas no son el resultado de propósitos grandiosos, sino de la suerte”, señala la máxima 57. Y remacha la 61: “La felicidad y la desgracia dependen tanto de la manera de ser como de la suerte”.
Entre la manera de ser y la suerte apenas disponemos de un estrecho margen para digerir los golpes de la Providencia, incluido el definitivo de la muerte. La Rochefoucauld tilda de hipócritas a quienes dicen despreciarla, porque “ningún argumento podrá nunca acallar el miedo. La gloria de morir con ecuanimidad, la esperanza de ser llorado, el deseo de dejar una buena reputación, la seguridad de desligarse de las miserias de la existencia y no depender más de los caprichos de la fortuna son recursos que no debemos rechazar, pero tampoco considerar infalibles. Sirven para tranquilizarnos no más que un simple arbusto durante la batalla”. Nuestra razón, en la que tanta esperanza depositamos, “es demasiado limitada”. Y concluye: “Confiemos más en nuestra manera de ser”.
En su caso funcionó, si hemos de creer a madame de Sévigné.
Un comentario en “La muerte de La Rochefoucauld”