Justificación de la limosna

La caridad quizás parezca poca cosa si nos fijamos en cómo mejora a quien la recibe. Lo relevante es cómo mejora a quien la practica.

Tendemos a racionalizar la caridad. Está la señora de derechas que dice: “Yo a ese pobre no le doy nada, porque es un caradura”. Y está el amigo de izquierdas que considera la limosna un gesto no ya inútil, sino perjudicial: “Lo único que se consigue así es aliviar temporalmente el problema y retrasar el advenimiento de una auténtica justicia”.

Poner el acento en el resultado no carece, sin embargo, de inconvenientes. ¿Cómo diferencia la señora de derechas al buen mendigo del malo? Habría que exigir a cada uno el currículum para evaluar sus méritos, y ni siquiera, porque nadie es completamente irresponsable de su desgracia. “Veo que se le ha llevado la casa una riada. ¿No se le ocurrió que no era una idea muy brillante levantarla en una zona inundable, hombre de Dios? Y tampoco la tendría asegurada, imagino…” En rigor, solamente podría auxiliarse a quien superase un proceso humillante, en el que quedara fehacientemente acreditado que era un completo inútil, carente del menor talento, una especie de subhumano incapaz de arreglárselas por sí mismo. Sería un modo discutible de cumplir el mandato evangélico de amar al prójimo, aunque inatacable desde el punto de vista de la eficiencia.

Entre tanto, debemos convenir con el amigo de izquierdas en que la caridad, tal y como hoy se practica, no es el método más práctico de impartir justicia. Pero, ¿lo pretende acaso? A la hora de valorar un comportamiento, además del resultado conviene considerar la intención. Como observa Fernando Savater, beneficia lo mismo al huerfanito el que lo adopta por amor que el que lo hace porque le dan dinero, pero, ¿en qué mundo queremos vivir? ¿En uno en el que el fuerte socorre al débil o en uno en el que se aprovecha de él? La caridad quizás parezca poca cosa si nos fijamos en cómo mejora a quienes la reciben. Lo relevante es cómo mejora a quienes la practican. No busca la redistribución. Nos educa en la compasión.

Ante el sufrimiento ajeno, las personas experimentamos el impulso de hacer algo. Lo ideal es, naturalmente, que ese algo sea lo más efectivo posible. De ahí la necesidad de una actuación en el plano político. Pero a menudo la intervención pública no basta. Ni siquiera el estado de bienestar más exhaustivo cubre a todos los afectados. La red de seguridad deja pasar a quienes incumplen ciertos requisitos. Otros simplemente rechazan el socorro, como esos indigentes que en invierno se niegan a acudir a un refugio porque los obligan a asearse o les impiden beber. ¿Debemos dejarlos morir de hambre y frío?

Podríamos, pero solo violentándonos superamos nuestra espontánea simpatía por el débil y el indefenso. Estamos programados para la compasión. Es parte de la estrategia evolutiva (o del designio divino) que ha equipado a la especie con un cerebro enorme. El bebé humano nace prematuramente para pasar por el canal del parto y fallecería si no fuera por los cuidados desinteresados de los padres. Esa atención permite que la gestación se complete fuera del útero. Luego, al alcanzar la edad adulta, la compasión también nos facilita la cooperación a gran escala.

Un sacerdote me contó una vez que él salía cada día con un pequeño presupuesto para limosnas y lo repartía entre los pobres con los que se cruzaba hasta que se le agotaba. Era un ejercicio arbitrario en su diseño y humilde en su resultado, pero no sometía a nadie a un escrutinio degradante y a él le ayudaba a cultivar esa solidaridad que ha hecho posible la civilización.

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