La traición ocasional es un elemento inevitable en toda sociedad civilizada.
“Esto, Tony, que quede entre nosotros, por favor”, le rogó Monroe Stahr a Tony Cooper. “Ni se te ocurra soltar prenda”. Todos en el Calridge sabíamos lo arriesgado que era hacer un comentario mínimamente noticioso delante de aquel sabueso de las ondas hercianas.
“Por Dios, Monroe”, replicó Cooper. “Antes que periodista soy amigo”.
Stahr guardó silencio un instante. De su expresión granítica era imposible deducir si creía o no a Cooper, pero el caso es que siguió contando las intimidades de la gran multinacional que presidía.
Cooper se hallaba entonces en el pináculo de su fama. Muchos años después, los historiadores reconocerían que el día en que su informativo tomó partido contra la intervención de Vietnam, Estados Unidos perdió la guerra. Esa influencia era el fruto de una enorme cuota de pantalla, pero también de una insobornable rectitud.
Cooper era a la vez, sin embargo, muy amigo de sus amigos. Lo había probado negándose a dar la espalda a muchos de los represaliados durante la caza de brujas. Ese gesto de gallardía le había salido caro. Sus prometedores inicios en la CBS se habían visto truncados y habría tenido que volver a la granja familiar en Athens, Alabama, de no haber mediado Stahr. Por eso, de cuando en cuando, Cooper se dejaba caer por el Calridge. “No hay nada más miserable que un ingrato”, solía decir.
Ahora bien, una cosa es la ingratitud y otra la sumisión. “Los humanos debemos ser leales”, dice Fernando Savater. “La fidelidad es una virtud perruna”.
El experimento de unos investigadores húngaros revela que un beagle no distingue una persona de un robot. Se pone de parte de quien le da de comer. “No pillarán a un gato haciendo eso”, titula el Daily Mail. Este es un debate muy británico. Igual que aquí nos dividimos en partidarios de Joselito y Belmonte, de Loroño y Bahamontes, de Cristiano y Messi, en el Reino Unido tienen la pelea de quién es más listo, si el perro o el gato. Yo soy más de perro y, aunque el experimento de los húngaros no los deja en buen lugar, consideren esta reflexión de Seinfeld: “Si eres un extraterrestre que está mirando por un telescopio […] y ves dos formas de vida, una que hace caca y otra que la recoge, ¿quién dirías que es el jefe?”
No se trata, de todos modos, tanto de un asunto de inteligencia individual como de complejidad social. Cuando tu mundo es la manada, no hay conflicto entre lo que conviene a tu colega y lo que conviene a todos. Fallarle a uno es debilitar a todos. Pero los intereses se desalinean a medida que las organizaciones crecen y en ocasiones debes optar entre el colega y la comunidad. Por eso Savater diferencia la fidelidad de la lealtad. La fidelidad viene de fe, la lealtad de ley. La fe no se cuestiona, se acepta; la ley se debate y, en su caso, se aprueba. La fe es el ámbito de las relaciones íntimas; la ley regula nuestra vida pública.
Esta dicotomía se viene dando desde el mismo Génesis. Cuando Eva ofrece a Adán la manzana lo hace en abierta violación de la normativa vigente en el Paraíso. Adán accede y, vistas las consecuencias, ahora sabemos que hay un límite a partir del cual la fidelidad debe ceder a la lealtad. ¿Cuál es? No está claro, pero de que se respete depende decisivamente qué sociedad se tenga. Un estu,dio realizado en el sur de Italia lo puso de manifiesto hace unos años. Sus autores sometieron a un dilema del prisionero a tres tipos de ciudadanos: reclusos de la Camorra, delincuentes comunes y alumnos universitarios. Cada sujeto recibía 10 monedas y debía decidir si se las cedía o no a otro sujeto anónimo al que se había planteado idéntica disyuntiva. Si ambos las compartían, cada uno ganaba 30 monedas, pero si uno las compartía y el otro no, el primero se quedaba sin nada y el segundo se llevaba 40.
Los que más cooperaron (86,7%) fueron los camorristas y los que menos (50%), los delincuentes. Los estudiantes se situaron a medias (67%). La conclusión parece clara: poca lealtad y te conviertes en un delincuente; demasiada fidelidad y eres un mafioso.
La traición ocasional es un elemento inevitable en toda sociedad civilizada y por eso, nada más salir del Calridge aquella noche, Cooper miró a un lado, miró a otro y me dijo: “¿Sabes dónde hay una cabina?”