Entregamos nuestra vida a una ideología no porque esté contrastada, sino porque buscamos la aprobación de la tribu.
La investigación neurológica revela que nuestros cerebros reaccionan con idéntica ansiedad ante una fiera salvaje que ante una opinión que contradice nuestras convicciones. Santiago Abascal o Pablo Iglesias nos inspiran el mismo terror que el tigre de dientes de sable a nuestros ancestros y, como ellos, corremos a refugiarnos en lo más profundo de la caverna ideológica, donde sus rugidos no puedan alcanzarnos. Probablemente sea lo que pretenden: activar nuestra amígdala. Ni Abascal ni Iglesias podrían dar razón de cómo van a resolver para siempre el secesionismo catalán o la desigualdad, como no sea con algún tipo de coerción. Saben, como Maquiavelo, que en la mano del príncipe no está suscitar lealtad eterna, pero sí terror imperecedero. De ahí la superioridad de la crueldad sobre la clemencia como instrumento de gobierno.
La base biológica nos predispone a caer en este juego de filias y fobias y la historia de la civilización es la lucha por emanciparnos de él mediante el debate. Una de las pocas lecciones que deberíamos aprender de los antivacunas es su suspicacia. No se fían ni de los laboratorios ni de los científicos ni de la Organización Mundial de la Salud. Ahora bien, el recelo ha de ser un primer paso. La duda nunca es el punto de llegada, sino el de partida. Nos ayuda a cerciorarnos de que nuestros juicios concuerdan con los hechos. Por desgracia, a menudo adaptamos los hechos a nuestros juicios.
Dan Kahan, psicólogo de la Universidad de Yale, realizó el siguiente experimento. Cogió la grabación de una algarada ante un edificio no identificado y se la mostró a unos estudiantes, pero a unos les dijo que era una manifestación provida y a otros, que eran gais indignados contra la ley del Ejército que prohibía revelar la orientación sexual. Luego les pidió que valoraran si les había parecido un acto pacífico y las respuestas se alinearon desalentadoramente con la ideología. Los conservadores juzgaron intachable lo que pensaban que había sido una reacción ante el crimen de bebés inocentes y los progresistas formularon una opinión similar sobre la marcha de los homosexuales. Por el contrario, los conservadores que creían que eran gais protestando y los progresistas a los que les contaron que era una manifestación provida llegaron a una conclusión muy diferente: se trataba de iniciativas violentas e incívicas, que obstruían el libre tránsito en la vía pública.
La política nos vuelve idiotas, y la explicación de Kahan es que nos importa más la aceptación del grupo que la verdad, especialmente cuando de la mentira apenas se desprenden consecuencias incómodas. Defender las conquistas del régimen bolivariano sale gratis y con la subida de las temperaturas ya lidiarán nuestros hijos o nuestros nietos. Entre tanto, en el bar quedamos como héroes de la clase obrera o de la resistencia frente a la dictadura de lo políticamente correcto.
Entregamos nuestra vida a una ideología no porque sea intelectualmente superior y esté debidamente contrastada, sino porque nos encontramos a gusto dentro de ella. Buscamos la aprobación de la tribu, voces amigas, un refugio donde los rugidos del rival sean solo un rumor lejano.