Quiero tener más días como este

Residir en la tierra es un milagro y la única palabra que debemos pronunciar cada mañana es gracias.

Isabel, mi nieta de dos años, corre detrás de un pavo real, al principio con decisión, más despacio después. Finalmente, se detiene, cauta, a dos metros del ave y la señala con su bracito: “Mira, abuelo”. Su hermano Miguelón acaba de aprender a andar. Amaga con seguirla, pero se trastabilla, cae de culo sobre la tierra y, de repente, pierde todo interés en la hermana y el pavo y se centra fascinado en esa misteriosa variedad de suelo que se desmenuza entre sus dedos.

Es una tarde de febrero, tibia y soleada, en el Retiro. Los almendros y los ciruelos han florecido y los canteros están cuajados de petunias y begonias amarillas, azules, rojas. Por las hendiduras de los setos aparecen y desaparecen, raudos, pequeños gatos negros. “Mira, abuelo”. El pavo, que ha estado escarbando en el césped, levanta la cabeza. Echa una ojeada a un lado, luego a otro y se aleja displicente.

Dejamos los jardines de Cecilio Rodríguez y cruzamos el paseo de coches, que bulle de corredores, patinadores, ciclistas. Al poco, a nuestros pies se despliega el Palacio de Cristal con su estanque. Es como la casilla de llegada de un gigantesco juego de la oca. De niño asociaba aquella imagen de los cisnes flotando majestuosos con la plenitud de la vida, pero cuando años después visitaba este mismo sitio no experimentaba plenitud ninguna. Estaba yo lleno de futuro, de grandes proyectos, tenía tanto que descubrir, que aprender y emprender. Eso es lo que envidiamos de la juventud. Recuerdo cuando a mi padre lo nombraron, ya octogenario, miembro de honor de la Asociación de la Prensa. Entregaban ese día también los diplomas a los periodistas del Programa Primer Empleo y, mirándolos desde el estrado, les dijo: “Sé que está todo fatal, que apenas hay trabajo y que el poco que hay está mal pagado, pero ahora mismo y sin pensarlo me cambiaba por cualquiera de vosotros”.

La vejez ha sido tradicionalmente la edad de la renuncia. Se encuentra uno de pronto encaramado en lo alto de la escalera y es natural dejarse ganar por el vértigo, quedarse inmóvil, tratar de retardar la caída todo lo posible. Con ese propósito, Auguste Comte se impuso una frugalidad implacable. Limitó el tabaco, el café y el alcohol, tasaba las raciones de comida, se abstuvo de sexo. “Por desgracia”, cuenta Pascal Bruckner, “no superaría los 59 años, un resultado mediocre para tan arduo esfuerzo”. Ocurre a menudo con “los activistas de la inmortalidad […] que, como ya no quieren morir, se olvidan de vivir”. ¿Compensa de verdad? ¿No parece más sensato hacer uso de los apetitos mientras aún se conservan?

En la segunda temporada de The Good Doctor, al jefe de cirugía Aaron Glassman le comunican que se le ha reproducido el tumor cerebral y que esta vez el pronóstico no es tan claro. Es un golpe tremendo. Se plantea si merece la pena pasar por la ordalía de un tratamiento agresivo que quizás no funcione. Lea insiste entonces en que los acompañe a Shaun y ella a una pista de karts. Glassman no quiere. “Preferiría patinar sobre hielo”, dice con un arqueo de cejas. Pero tras la excitación de la carrera, decide no solo someterse a la quimio, sino acelerarla. “Quiero tener más días como este”.

El paso de los años y la enfermedad nos arrebatan el vigor, pero no la capacidad de disfrutar de eventos hermosos. El viaje a Budapest con Amaya, las remontadas del Atleti en compañía de Miguel, la excursión buceando hasta la isla del Fraile con Carlos, aquella tarde en el castillo de Peñas Negras con los amigos de la facultad, el Nocturno número 2 de Chopin, las celebraciones familiares incluso cuando se habla de política, la expresión de mi madre cuando la visitamos. ¿A qué más se puede aspirar?

“Hasta el final”, dice Bruckner, “debemos permanecer como seres del sí”. Residir en la tierra es un milagro y “la única palabra que debemos pronunciar cada mañana, en reconocimiento del regalo que se nos ha dado, es: gracias”.

Gracias por estar vivo, gracias por esta tarde de febrero, gracias por la sensación de plenitud que me embarga, hoy sí, ante el Palacio de Cristal con mis nietos.

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