El bien y el mal se entretejen en la realidad y hacen inevitable el conflicto.
Pittsburg llegó a producir más acero que Alemania y Japón juntos, pero en las riberas donde antes borboteaban las calderas de la Carnegie Steel hay ahora parques. Solía corretear yo por uno de ellos cuando visité la ciudad en la primavera de 2012. En los 80, durante la feroz reconversión que sufrió la siderurgia, hubo algún problema de seguridad, pero la peor amenaza son hoy los gansos canadienses. Graznaban y estiraban el cuello cada vez que pasaba cerca de ellos. Al principio me hacían gracia, pero cuando lo comenté con un par de pitsburgueses, me aconsejaron que mejor diera un cauto rodeo.
Los gansos son pendencieros y territoriales, pero también de las pocas criaturas que establecen vínculos asimilables a los humanos. “La amistad entre individuos”, escribe Konrad Lorenz, “solo aparece en especies de agresividad muy desarrollada”. Muchos animales pasan toda su existencia en cordiales y compactas manadas, pero “su unión es totalmente anónima”. Y añade: “El amor y el odio están muy cerca uno de otro”.
El bien y el mal se entretejen en la realidad y hacen inevitable el conflicto. “¿Por qué no nos ponemos de acuerdo todos los habitantes del planeta para ser felices?”, plantea Miguelito, el genial personaje de Quino. “Porque somos 4.000 millones”, le contesta Mafalda, pero tampoco reinaba la paz cuando éramos cuatro gatos. En Kenia, cerca del lago Turkana, se han encontrado los fósiles de 27 cazadores (hombres, mujeres y niños) que murieron cruelmente asesinados hace 10.000 años.
No es cuestión de buena o mala voluntad. Personas movidas por los mejores propósitos terminan infligiéndose dolor. Lo refleja muy bien Benito Pérez Galdós en Marianela. La protagonista epónima es una huérfana pobre y analfabeta, que sirve de lazarillo al apuesto y pudiente Pablo. Marianela es menuda, fea. Tiene la nariz ganchuda, los ojos pequeños, el pelo ralo y lacio. Pablo, sin embargo, únicamente ve su gran corazón y para él es el ser más hermoso de la creación. “Es de día cuando estamos juntos; es de noche cuando nos separamos”, le confiesa durante un paseo. Y le anuncia: “Voy a pedirle a mi padre que te deje vivir en mi casa, para que no te separes de mí”. Marianela baila de contento ante la noticia, pero esa tarde llega a la aldea un oftalmólogo que va a revertir la ceguera de Pablo. “Tendré ojos para recrearme en tu celestial hermosura y entonces me casaré contigo”, le dice a Marianela eufórico. Para ella es un mazazo. Se sabe feísima y esa noche reza a la Virgen para que la haga preciosa o la mate. A la mañana siguiente, a la salida de un bosque, siente que las ramas se agitan y, ¡cielos divinos!, surge una mujer deslumbrante. Durante un instante cree que es la propia Inmaculada, que ha acudido a atender sus plegarias, pero se trata de Florentina, una prima de Pablo. Sus padres han decidido casarlos y Marianela comprende que no tiene la menor posibilidad y que, en cuanto su amado recupere la vista, la abandonará sin remedio.
Todos en la novela son buenos y decentes: Marianela, Pablo, Florentina, pero eso no evita la tragedia. Desde Platón hasta Marx, pasando por Moro y Campanella, muchos pensadores han intentado erradicar el sufrimiento, pero sus experimentos sociales solo lo han multiplicado. Incluso el mundo de Aldous Huxley, pese a ser feliz, resulta inhabitable.
“Si la antigua y perenne creencia en la posibilidad de materializar la armonía definitiva es una falacia […] ¿qué hay que hacer?”, se pregunta Isaiah Berlin. No existe una respuesta clara. Aunque “las revoluciones pueden ser necesarias en situaciones desesperadas”, la experiencia revela que “raramente tienen las consecuencias previstas”. Es mejor ser humilde e ir paso a paso, introduciendo reformas consensuadas y graduales. Quizás parezca “una solución bastante insulsa”, pero “no hay una razón para suponer que la verdad resulte, cuando se descubre, interesante”. Se trata de que funcione, y así es como hemos alcanzado la sociedad actual, más justa y próspera que la que pinta Galdós, aunque no exenta de conflicto porque, como los gansos canadienses, no podemos evitar roernos las canillas.