La envidia repulpante

Como decía Plutarco, el amor es ciego, mientras que el odio es penetrante. Saquemos provecho de ello.

No sé si es que los bajitos dan mejor en pantalla, pero en aquella TVE de paseo de la Habana había unos cuantos: Jesús Hermida, Pedro Macías, mi padre. Bajitos y cabezones. Cuando los veían al natural, muchas personas se sorprendían, incluso se molestaban, como aquellas dos señoras que se pusieron a discutir en un tono discreto, aunque perfectamente audible, en una cafetería de Goya. “Te digo que no es”, decía una mirando de reojo a mi padre, que tomaba un refresco en la barra. “Que sí que lo es”, replicaba la otra. “Que no”, insistía la primera, y argumentaba incontestable: “¡Cómo va a ser Miguel Ors tan bajo!”

Como ha rememorado el gran Alfredo Relaño en un delicioso artículo, el propio Franco quedó extrañado cuando lo recibió en su despacho de el Pardo.

—¡Cómo engaña la televisión! —le dijo—. Yo le había imaginado a usted más alto.

—Para mí es un honor tener la misma estatura que su Excelencia —respondió mi padre, que nunca renunciaba a un comentario ocurrente.

Franco lo había citado porque quería saber si el entonces príncipe Juan Carlos debía acudir como regatista a los Juegos de Múnich de 1972, para los que acababa de clasificarse en el preolímpico de Kiel. Rodeado como estaba de pelotas por todas partes, al dictador no le resultaba sencillo recabar una opinión fiable.

—No me gustaría que el futuro jefe del Estado hiciera el ridículo —le explicó a mi padre.

Cualquiera que esté al frente de una organización mediana y no digamos ya de un país afronta un dilema similar. ¿Cómo obtener información objetiva? Lo suyo es recurrir a los fríos datos, pero estos son una referencia, no el problema real. Incluso cuando se usan honestamente, como hizo durante la guerra de Vietnam el secretario de Defensa de John Kennedy, Robert McNamara, pueden llevar a situaciones absurdas. “Cuantos más enemigos eliminemos, razonaba McNamara, más cerca estaremos de la victoria”, recuerda Tim Harford. “Siempre fue una idea discutible, pero […] como en ocasiones era más fácil contar enemigos muertos que matar a enemigos vivos, el recuento de cuerpos se convirtió en un objetivo militar en sí mismo”.

Todavía es peor, naturalmente, si los datos se falsean. Durante el Gran Salto Adelante, para no incurrir en la ira de Mao, las autoridades locales adoptaron la costumbre de inflar las cifras de las cosechas. Como el Gobierno se quedaba con un porcentaje fijo, cuanto más exageraban los burócratas, mayor era la cantidad requisada y “algunas regiones despachaban prácticamente toda su producción y se quedaban sin nada con que subsistir”, escribe el historiador Clayton D. Brown. La consecuencia fue una de las peores hambrunas de la humanidad: 30 millones de campesinos muertos entre 1960 y 1962.

El único remedio contra la desinformación es exponerse a una fuente independiente y, si se puede, abiertamente hostil. Da pereza abandonar la zona de confort. Los gestores de las redes sociales son muy conscientes. Sus algoritmos nos conducen a cámaras de eco donde únicamente escuchamos juicios similares al nuestro y, cuando alguno discrepante se cuela, lo bloqueamos. Es un error. Como explica Plutarco, el amor es ciego, mientras que el odio es penetrante. A nuestros enemigos no se les escapa ningún detalle desfavorable, ninguna arruga reciente, ninguna mancha nueva. Están constantemente al acecho, señalando nuestras imperfecciones y obligándonos a mantenernos firmes y tersos. Ninguna civilización sobrevive sin la acción repulpante de la envidia.

A Franco no le quedaban a aquellas alturas muchos enemigos, pero mi padre hizo razonablemente bien las veces. Le dijo que el príncipe realizaría un papel digno, aunque no ganaría (terminó decimoquinto), y que podía ir a Múnich. Franco le creyó. Después de todo, un sujeto que era capaz de llamarle bajito a la cara tampoco debía de buscar su complacencia elogiando a don Juan Carlos.

Cuidemos a nuestros críticos. Son desagradables, pero se sobrellevan con un poco de sentido del humor. Como le dijo mi padre a la señora de la cafetería:

—Tiene usted razón, no soy Miguel Ors. Miguel Ors es muchísimo más alto.

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