Toda biografía es una sucesión de altibajos. Lo único recto son los principios y, cuando renunciamos a ellos, nos quedamos sin las herramientas que nos pueden devolver a la luz y la esperanza.
A nadie le gustan las derrotas, pero son desgraciadamente parte inextricable de la vida. Ni siquiera los grandes campeones están exentos. A lo largo de su carrera, Rafa Nadal ha perdido decenas de finales y «se podría decir», escribe Dave Seminara, «que los mejores momentos […] no se han producido después de ninguna de sus [más de] 1.000 victorias». En 2013 cayó en la primera ronda de Wimbledon ante el número 135 del mundo y, cuando los periodistas le preguntaron si había tenido algo que ver la lesión que a todas luces arrastraba, se negó a refugiarse en excusas. «No es el momento de hablar de mi rodilla», zanjó el debate. «Lo único que puedo hacer es felicitar a mi rival».
Nadal sabe que la derrota es inevitable y el fracaso opcional, y la transición de la primera al segundo es una cuestión de actitud. Como te dejes arrastrar por la autocompasión, estás perdido. En este mismo blog he recordado un precioso cuento de Carmen Laforet, La llamada. Doña Eloísa, una anciana que ha padecido todas las estrecheces imaginables durante la guerra y la posguerra, se rebela cuando otro personaje, que habita en medio del peor desorden físico y moral, trata de convencerle de que es una víctima del azar y el destino.
—Yo sé una cosa —responde doña Eloísa—: que Dios existe y la miseria puede llevarse de muchas formas. En casa hemos pasado hambre, pero no hubo suciedad ni abandono, porque mi nieta es una mujer heroica […] y como ella tantas mujeres, tantos hombres que se sacrifican.
«Si puedes contemplar la obra de tu vida rota / y agacharte y reconstruirla con herramientas gastadas», escribe Rudyard Kipling. Toda biografía es una sucesión de altibajos. Lo único recto son los principios y, cuando renunciamos a ellos, nos quedamos sin esas herramientas gastadas que nos pueden conducir de vuelta a la luz y la esperanza. En eso consiste el fracaso, en ceder a la suciedad y el abandono.
La derrota es, por el contrario, un contratiempo, un revés pasajero del que hay que sacar provecho. Dos anécdotas más. En Dragón, el joven Bruce Lee está trabajándose los trapecios en una máquina de poleas cuando irrumpe en el gimnasio Joe, el típico mazas rubio y de ojos claros, y lo llama chinata y le dice que se levante de la máquina. Después de ver lo que hace con Chuck Norris en El regreso del Dragón, nadie en su sano juicio llamaría chinata a Lee, pero estamos en los años 50, Joe no sabe con quién está jugándose los cuartos y lo desafía. Lee se deshace primero de él y, luego, de sus cuatro amiguitos, pero otros dos espectadores se le echan encima y sale corriendo por el campus de la universidad hasta que se ve acorralado y adopta de nuevo su célebre posición Jeet Kune Do: piernas flexionadas con un pie retrasado, la espalda recta, un puño debajo del mentón, el otro levemente adelantado… «Tranquilo, tranquilo», le dicen sus perseguidores, «venimos en son de paz. Solo queremos preguntarte una cosa. Eso del jiujitsu, ¿nos lo podrías enseñar?»
La segunda anécdota tuvo lugar tras el encuentro del Mundial de 1986 en el que Argentina eliminó a la Pérfida Albión con aquellos dos goles memorables de Maradona: el de la mano de Dios y el del barrilete cósmico. Todos los jugadores ingleses se retiraron abatidos al vestuario, salvo uno: Steve Hodges. Este centrocampista razonó, como Nadal, que no era el momento de lamentarse de la rodilla (o de la mano, en este caso), sino de homenajear al rival. Buscó a Maradona, le miró a los ojos y tiró de su camiseta como diciendo: ¿hay alguna posibilidad de intercambio? «Él se acercó», recuerda Hodges, «se santiguó y me pasó la suya».
Esta semana se cierra su subasta. Sotheby’s espera rematarla en siete millones de euros.