La infelicidad autoinfligida

«La alegría de vivir depende en último término y directamente de cómo la mente filtre e interprete las experiencias cotidianas».

En El violín de Rothschild, Antón Chéjov relata la historia de Yákov Ivánov, un humilde fabricante de ataúdes y violinista ocasional que pasa las horas obsesionado con el lucro cesante. Por ejemplo, razona, los domingos y las fiestas es pecado trabajar y los lunes son de mal augurio, de modo que en todo el año se cuentan multitud de días en los que por fuerza hay que quedarse de brazos cruzados. Y si alguien se casa sin música o no lo invita a tocar en su boda, eso también constituye una pérdida. O si el superintendente enferma y se marcha a la capital a morir, eso son otros tantos rublos menos.

Cada tarde, Yákov saca el pequeño libro en el que lleva escrupulosamente su triste contabilidad. Obtiene el total anual y calcula, además, lo que le hubiera rentado de tenerlo depositado en un banco, porque aquellos intereses son otro quebranto. «En una palabra, mirara donde mirara, todo eran pérdidas».

Una de esas tardes, mientras mueve exasperado a uno y otro lado las cuentas de su ábaco, le llega desde el dormitorio la vocecilla de su mujer.

—¡Yákov, me muero! —se lamenta.

Lleva varios días respirando con dificultad, exhausta, apenas se tiene en pie. Yákov la lleva al practicante del pueblo, quien la examina someramente y pregunta cuál es su edad.

—Va a cumplir 70 —responde Yákov.

—¿Lo ve? —dice el practicante—. Una anciana. Es hora de que alcance la gloria.

—Sí, por supuesto, tiene razón, y le damos las gracias por sus atenciones —dice Yákov sonriendo con educación—. Pero si disculpa la expresión, hasta los insectos quieren vivir.

—¿No me diga?

Aquella noche, de vuelta ya en la cabaña, su mujer lo llama de nuevo.

—¿Te acuerdas, Yákov —pregunta, mirándolo con dicha—, de que el Señor nos bendijo hace 50 años con una niñita de rizos dorados? Nos sentábamos a la orilla del río debajo del sauce y cantábamos canciones… —Y riéndose con amargura añade—: Se murió.

Yákov revuelve en su memoria, pero no recuerda ninguna niña ni ningún sauce.

—Estás imaginándote cosas.

Hacia el amanecer, la mujer fallece y, de regreso del cementerio, Yákov se siente invadido por una inesperada tristeza. Empieza a caminar sin rumbo, cruza los límites de la ciudad y, en un momento dado, se topa con el viejo sauce y, como si aún viviera, la niñita de los rizos dorados aparece de pronto en su memoria. Y se pregunta cómo durante los últimos 40 o 50 años no ha visitado aquel río ni una sola vez.

«La información con que alimentamos nuestra conciencia es algo extremadamente importante», escribe Mihaly Csikszentmihalyi. «Es lo que de hecho determina la calidad de nuestra existencia», porque «la posibilidad de que nuestros anhelos se cumplan siempre es insignificante». Y concluye: «La alegría de vivir depende en último término y directamente de cómo la mente filtre e interprete las experiencias cotidianas».

La providencia nos regala a todos cosas buenas y malas, niñitas de rizos dorados y negocios ruinosos, pero Yákov únicamente ha prestado atención a lo último y, al cabo, nos explica Chéjov, su vida «había transcurrido, inútil y sin la más mínima dicha; […] en vano, con nada en absoluto que mereciera la pena recordar. Frente a él no quedaba nada, y mirando hacia atrás no había ninguna cosa digna de mencionarse además de las pérdidas, y estas eran tan terribles que lo hacían estremecerse».

Aquejado por la misma enfermedad que su mujer, Yákov muere poco después.

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