«No hay nada más feliz que la vejez», escribe Cicerón.
He visto un extracto del programa que grabó Leo Harlem para la serie Mi año favorito. Él escogió 1980. Acababa de cumplir los 18 y estaba matriculado en arquitectura, pero apenas fue a clase un mes. «Por cuatro años y 11 meses [no me titulé]», comenta divertido. Se pasaba la mayor parte del tiempo en la cafetería de la escuela, pero hubiera disfrutado lo mismo en cualquier otro lado. Cicerón considera la juventud la era del ímpetu, pero a mí me parece más bien la de la ilusión. La infancia es un tiempo de curiosidad. Al niño todo le asombra. El mundo es tan reciente que las cosas carecen de nombre y hay que señalarlas con el dedo.
Pero el joven se ha hartado ya de contemplar y anhela entrar en acción. Abriga grandes sueños, no ha sufrido ningún revés y piensa que cualquier empresa está a su alcance. Yo también me recuerdo, como Harlem, en la cafetería de filología, haciendo planes interminables con mis compañeros. Íbamos a iluminar el cielo con nuestra poesía, con nuestros relatos. Qué plenitud aquella, qué grata la sensación de que podías con lo que te echaran.
La madurez es la contrastación de tus límites y, salvo excepciones, resulta implacable. Por eso los sondeos revelan que la felicidad describe una curva en forma de U. Empieza a decaer tras la adolescencia y no para hasta la cincuentena. A partir de ese momento, se recupera y emprende una remontada que ya no se detiene.
«No hay nada más feliz que la vejez», escribe Cicerón, y a continuación rebate metódicamente los argumentos por los que se considera una desgracia.
«Los que dicen que los viejos somos inútiles no saben de qué hablan. Son como esas personas que creen que el capitán de un barco no hace nada porque se pasa el día a popa, timón en mano, mientras los demás trepan por los mástiles, se afanan por las cubiertas y limpian la sentina. No realiza las labores de los jóvenes porque tiene las suyas propias, más relevantes e imprescindibles». Y añade: «Agamenón, jefe supremo de los griegos [que asediaban Troya], no pedía a los dioses 10 hombres como Áyax [el guerrero gigante], sino como Néstor [el decano de los aqueos]».
Cicerón admite que «hay ancianos tan enfermos que no pueden ni con la tarea más liviana», pero el problema no son los años, sino la mala salud. ¿Y quién está libre de achaques, tenga la edad que tenga? «No nos llevemos las manos a la cabeza porque a un anciano le fallen las fuerzas de vez en cuando».
¿Y no es una desgracia la disminución de los apetitos sensuales? En absoluto. Como buen estoico, Cicerón es un gran puritano. «La lujuria», afirma, «es la peor maldición que la naturaleza ha arrojado sobre el ser humano» y deberíamos estar agradecidos «de que deje de apetecernos lo que no nos conviene».
A este respecto debo confesar que, pese a haber doblado el cabo de los 60, sigo sin experimentar esa emancipación de la pulsión erótica de la que habla. Tampoco, que yo sepa, ninguno de mis coetáneos.
Sí es verdad que, hasta en el pico del poderío sexual (nada elevado en mi caso, no vayan a imaginar), la atracción física está sujeta a un principio de reciprocidad: generalmente, no te enamoras de quien no se digna mirarte y, como con el tiempo son cada vez más los miembros del género opuesto que no se dignan mirarte, el riesgo de que te apetezca lo que no te conviene se va reduciendo. Ahí Cicerón acierta, igual que cuando señala que la edad atempera la ambición y la envidia. Yo ya no me exaspero cuando no soy el primero. Me molesta, pero lo soporto. Y aunque siempre me solidaricé con el sufrimiento de los amigos, ahora incluso me alegro de sus éxitos.
«Envejecer», señala finalmente Cicerón, «es un signo inequívoco de que la muerte no anda muy lejos». Mi amigo Jesús usa una metáfora muy gráfica. La existencia, dice, es una escalera mecánica. Al principio, toda la gente está delante. Poco a poco, la composición se equilibra y, al final, te quedas casi solo al frente.
Esta imagen llegó a obsesionarme cuando cumplí los 50. Entonces leí en Marco Aurelio que el futuro no nos pertenece y es absurdo atormentarse porque nos arrebaten algo que no poseemos. Todo lo que tenemos es el presente y «sufren idéntica pérdida el que ha vivido más tiempo y el que fallece prematuramente».
Da igual cuánta gente tengas delante en la escalera mecánica. Lo único seguro es que, mientras sigas en ella, debes disfrutar al máximo y la vejez no es un impedimento. Al contrario. Liberado de la impaciencia de la juventud y la frustración de la madurez, vuelves como el niño a apreciar el prodigio en cada objeto, en cada minuto.
Por eso, si me invitaran a Mi año favorito, les diría: este mismo.