Trucos para combatir el miedo a la muerte (I): la infidelidad

«Estábamos empezando nuestra relación y en el momento agudo de la pasión eres inmortal». (Rosa Montero)

Cuando en 1989 concedieron a Camilo José Cela el Nobel de literatura, Charo, su mujer oficial, «se había hecho una blusa y estaba preparada para ir» a la ceremonia de los premios en Estocolmo, cuenta Pilar Casasnovas, una amiga de la familia, en el documental La danza de Formentor.

Por aquel entonces, el escritor ya había entablado relaciones con Marina Castaño, una periodista 42 años más joven a la que todavía presentaba como su secretaria. En 2012, ya fallecido el interfecto, Castaño describiría a Cela como poco menos que un atleta sexual japonés. En un artículo de Telva desveló que fueron «varias las actrices» con quienes mantuvo relaciones puramente físicas. Ella había tenido conocimiento «de tres o cuatro de sus múltiples relaciones», pero «el número había sido muy superior», así como el de «hijos naturales esparcidos por el mundo, que en su mayoría eran varones y todos, o casi todos, llamados Camilo o Camilo José».

A falta de pruebas o testimonios de cualquier género, Castaño se amparaba verosímilmente en la bien conocida egolatría del escritor, que, según propia confesión, «nunca había expresado sus sentimientos porque no los había tenido» ni «había pronunciado un te quiero», porque «no había amado» a nadie más que a sí mismo.

No es lo que se desprende de las cartas que el hijo divulgaría en 2016, probablemente en respuesta a esas afirmaciones y otras similares. «Cada día te quiero más», le escribe Cela a Charo en 1947. «Te quiero, no lo puedo evitar», le repetirá en 1952. Y finalmente en 1973: «Sabes de sobra que te quiere muchísimo tu marido».

Estas efusiones no son, por supuesto, incompatibles con que el nobel anduviera luego de picos pardos, pero parece un afecto sincero, y no es fácil justificar por qué, después de decenas de aventuras previas (si es que las hubo, que no está nada claro), sintió de pronto la urgencia de la separación. Según contaría la propia Charo en el programa Tiempo al tiempo, la explicación que le dio fue la siguiente: «Mira, estoy enamorado como un colegial de esta mujer y me tengo que ir a vivir con ella». Y por eso, en vísperas de la entrega del Nobel, le había llamado para informarle de que la iba a acompañar «la otra».

«Estas cosas no se pueden perdonar», dice Pilar Casasnovas en el documental, y no le falta razón. Era muy injusto. Cela sin Charo es probablemente incomprensible. El hijo recuerda que, cuando se casaron, ella «renunció a su empleo de mecanógrafa en el Sindicato del Metal porque en el mundo de las clases medias no tenía sentido que una mujer casada trabajase» y, en consecuencia, «andaban siempre a la cuarta pregunta». Charo remendaba camisas, conseguía alimentos de estraperlo y, sobre todo, pasaba a limpio todo lo que Cela escribía, una tarea casi de egiptóloga, porque corregía muchísimo, tachando «con cuidado infinito» lo que no servía, «emborronándolo a conciencia» para que no pudiera leerse nunca más e intercalando las nuevas frases y los párrafos añadidos «con letra diminuta» allí donde quedaba sitio. Las enmiendas ocupaban «márgenes, espacios entre renglones y esquinas», con largas líneas que los situaban en su lugar «cruzando por encima del texto» hasta que la página acababa «convertida en una tela de araña». Tan solo Charo, «con una paciencia infinita», era capaz de «traducir el manuscrito», a menudo con ayuda de «una lupa».

¿Qué clase de ceguera puede disipar una deuda semejante?

No la mera pulsión sexual. Tampoco el amor. Únicamente hay una pasión más poderosa: el miedo. Cela había estado al borde de la muerte en 1988. Tuvo que someterse a una grave intervención. La víspera, el cirujano convocó al hijo y le dijo: «Lo más probable es que tu padre no salga vivo».

Salió, pero después de una experiencia así es difícil quitarte de la mente la conciencia de tu mortalidad.

En La ridícula idea de no volver a verte, el homenaje que Rosa Montero dedica a la memoria de su marido, hay un pasaje revelador. Relata cómo, al poco de empezar a salir, «fuimos a una casita que sus padres tenían en un pueblo de montaña de la provincia de Ávila. Pablo había pasado allí los lentos, formidables veranos de la infancia, y me fue enseñando el paisaje de su niñez […]. Recuerdo el peso del aire sofocante, el zumbido de los moscardones, lo dorada que era la luz del sol, que estaba muy bajo, y el olor verde oscuro de la higuera. Recuerdo la simple, embriagadora felicidad. Y el futuro extendiéndose por delante en un horizonte inagotable. Estábamos empezando nuestra relación y en el momento agudo de la pasión eres inmortal».

Esa sensación de eternidad es la que probablemente buscaba Cela en la joven Marina, aunque, ay, no deja de ser un remedio provisional. En La danza de Formentor, el hijo refiere que, al menos en dos ocasiones distintas, reconoció a sus hermanos: «En qué lío me he metido».

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