Las sociedades estamentales son un asco, pero en ellas te queda el consuelo de pensar que no eres el responsable de tu postergación.
Una publicación universitaria para la que trabajé brevemente organizó en cierta ocasión un certamen literario sobre medio ambiente. Fue a principios de los 90. Corrían los tiempos del pelotazo, los jóvenes se engominaban el cráneo como Mario Conde y no fue difícil obtener el patrocinio de Banesto.
Teníamos que elegir un finalista entre los artículos recibidos cada mes y en seguida nos dimos cuenta de una fatal injusticia. Había veces en que la cosecha era excepcional y nos llegaban dos, tres y hasta cuatro piezas magníficas, pero otras la sequía era absoluta y debíamos quedarnos con el menos malo, aunque a menudo resultara muy inferior a cualquiera de los descartados en un mes bueno.
Sea como fuere, en junio habíamos reunido a nueve candidatos y, para designar al ganador absoluto, Banesto convocó a un tribunal de próceres a una solemne comida en el Santo Mouro (ya les digo que corrían los tiempos del pelotazo). Siendo la temática la naturaleza, el banco insistió en que presidiera las deliberaciones un afamado pionero del ecologismo. No voy a negar la contribución de este hombre a la concienciación medioambiental de los españoles, pero no debía de disponer de mucho tiempo para concursos universitarios y desde el primer momento me quedó claro que se había mirado los artículos en el taxi que lo había llevado al hotel. No digo que se inclinara por el peor de todos, pero sí por uno de los seleccionados en un mes de sequía.
El turno de intervención seguía el sentido contrario al de las agujas del reloj y pensé que el jurado sentado a su derecha en la gigantesca mesa rectificaría su error, pero lo refrendó, debido seguramente a que (1) se había mirado asimismo los artículos en el taxi que lo había llevado al hotel y (2) ante una elección complicada, los humanos somos proclives a la imitación. Es el mismo sesgo psicológico que en los restaurantes nos impulsa a cerrar la carta y exclamar aliviados: «¡Ah, pues yo también me apunto a la merluza!»
Para mi absoluto desconcierto, el tercer vocal secundó al segundo, el cuarto al tercero y, para cuando tuve oportunidad de hablar, la ola era ya imparable.
No fue aquel el único trance de mi ya dilatada carrera en el que comprobaría que el éxito no siempre se corresponde con el mérito. Esto quizás les resulte deprimente, pero imagínense lo contrario. En El triunfo de la meritocracia, un libro publicado en 1958, el sociólogo Michael Young se proyectó mentalmente a la Inglaterra de 2033 y describió cómo sería un mundo en el que prevaleciera una justicia implacable. Lejos de ser el paraíso, era totalmente distópico. Las sociedades estamentales son un asco, pero en ellas te queda el consuelo de pensar que tu postergación es arbitraria. Por el contrario, en esa hipotética Inglaterra de 2033, el estatus no era fruto de la mala fortuna, sino la confirmación de que «realmente» eras inferior.
Esta crítica la ha recuperado ahora Michael Sandel en La tiranía del mérito. Sostiene que los relegados por la globalización no solo sufren apuros materiales, sino una lacerante pérdida de reconocimiento que ha disparado las «muertes por desesperación»: suicidios, sobredosis, cirrosis. Y cita a los economistas de Princeton Anne Case y Angus Deaton, cuyos cálculos revelan que cada dos semanas caen más estadounidenses por estas causas que en toda la guerra de Irak.
A partir de esta siniestra estadística, hay quien postula una revisión del modelo socioeconómico y, aunque yo estoy abierto a introducir reformas, no me gustaría que la avería se aprovechara para lanzar una enmienda a la totalidad y colocarnos alguna versión remozada del burro igualitarista.
Primero, porque nuestra limitada meritocracia ha hecho posible la mayor reducción de pobreza de la historia. Puede que alguien abrigue dudas sobre si es mejor el capitalismo que el socialismo, pero «la distinción», como escribe André Kostolany, «es relativamente sencilla: un pastel grande repartido de manera poco equitativa o un pastel pequeño repartido de manera equitativa, resultando que los trozos grandes del pastel pequeño son mucho más chicos que los trozos pequeños del pastel grande».
Y segundo, porque el problema es más ficticio que real. Hay que hacer un esfuerzo de imaginación enorme para considerar que Occidente está cerca de la distopía de Young. Aunque por fortuna el ascensor social aún funciona, no es el AVE y el código postal sigue siendo el mejor predictor de nuestro estatus futuro. Los estudios de Estados Unidos demuestran que la mayoría de quienes nacen en el quintil más bajo de la distribución de la renta se mantendrán en él toda la vida.
Quizás llegue un día en que reine la justicia en la Tierra, pero de momento es una amenaza remota y, si usted no se consuela, es porque no quiere. Téngalo presente la próxima vez que lo posterguen en un ascenso o no gane un certamen literario sobre medio ambiente.