No obedecemos las leyes como consecuencia de un análisis racional. A menudo, de hecho, lo racional es vulnerarlas: colarse en el metro, aparcar en prohibido, no recoger la deposición canina.
Conocí en mi juventud a un tipejo miserable. Cuando se enteró de que había dejado embarazada a su secretaria, la mandó a abortar a Londres y, a la vuelta, la despidió. Hoy es el socio principal de un influyente despacho de abogados y habrá quien se sienta tentado de relacionar una cosa con otra, la falta de escrúpulos con el éxito. Pero conocí en mi juventud a otro tipejo igualmente miserable, que se fugó una temporada a Francia tras descubrir que el preservativo con el que acababa de hacerle el amor a su novia goteaba, y que ha sido toda su vida un pobre diablo.
La abyección no garantiza el éxito. Nuestra sociedad no premia a los sinvergüenzas, pero tampoco a los virtuosos. ¿Por qué nos portamos bien?
Hay quienes atribuyen el impulso ético a la satisfacción que se experimenta cuando se ayuda al prójimo. Argumentan que esa gratificación es suficiente recompensa, y no dudo de que sea así al principio (todos lo hemos comprobado alguna vez), pero me temo que los humanos nos habituamos a todo, hasta a ser buenas personas, y esa íntima felicidad decae con el tiempo. De lo contrario, los seminarios y los conventos no se estarían quedando vacíos.
Están también los pesimistas que opinan que solo obramos rectamente por temor a que nos ajusten cuentas en el más allá. «Ninguna ley natural impone al hombre el amor a la humanidad», sostiene un personaje de Los hermanos Karamazov, «[y] si el amor había reinado en la tierra no se debía a ninguna ley natural, sino a la creencia en la inmortalidad […]; de manera que si se destruye en el hombre la fe en su inmortalidad, no solamente desaparecerá en él el amor, sino la energía necesaria para seguir viviendo en este mundo. Además, no habría nada inmoral y todo, incluso la antropofagia, estaría permitido».
Suena muy congruente, pero a partir de la misma premisa alcanza Camus la conclusión opuesta. «Si no existe [Dios], todo depende de nosotros» y no nos queda más remedio que «realizar en esta tierra la vida eterna de que habla el Evangelio».
Esa es un poco mi posición. Precisamente porque nadie va a impartir justicia en un improbable juicio final, debemos afanarnos por alcanzarla nosotros aquí.
Ahora bien, me reprochan en ocasiones, ¿no nos aboca esa falta de referencias absolutas al caos y al todo vale, incluso la antropofagia?
No lo creo. Basta echar un vistazo alrededor para comprobar que distamos mucho de comernos unos a otros. De hecho, es tan raro que, cuando lo haces, como el caníbal de Atizapán, sales en los periódicos.
Nos han educado en la convicción de que la sociedad se rige por leyes inspiradas en la razón. A la acción siempre le precede el pensamiento, a lo mejor no nuestro pensamiento, pero sí el de unos sabios que existieron siglos atrás y cuyo criterio superior quedó esculpido en unas tablas de piedra.
En realidad, es improbable que las tradiciones jurídicas o éticas respondan al proyecto deliberado de uno o varios patriarcas. Son fruto de la acción colectiva, como el lenguaje. No existe un inventor del español. Cada idioma es la cristalización de millones de aportaciones individuales y la prueba es que está lleno de chapuzas. A nadie que no fuera un perfecto sádico se le habría ocurrido algo como la ortografía francesa. ¿Cómo es posible que la palabra foie se escriba con tres de las cinco vocales y se lea luego con las dos que no tiene? Podría pensarse que cualquiera lo haría mejor, pero los intentos de diseñar un idioma universal, fácil y claro no han llegado muy lejos. El esperanto lo usan dos millones de hablantes, según la estimación más optimista. El mandarín, que pasa por ser endiabladamente complicado, tiene casi 500 veces más.
Y del mismo modo que los grandes gramáticos (Panini, Nebrija, Meigret) no crean nada, sino que se limitan a clasificar y fijar los patrones que observan a su alrededor, los grandes legisladores de la historia (Moisés, Hammurabi, Solón) son meros compiladores de normas consagradas por el uso. Sus decálogos y códigos, dice Hayek, son una destilación de «la experiencia práctica de la humanidad» que, tras superar «la lenta prueba del tiempo», han acreditado su eficacia en «la promoción del bienestar». No obedecemos sus prescripciones como consecuencia de un análisis racional. A menudo, de hecho, lo racional es vulnerarlas: colarse en el metro, aparcar en prohibido, no recoger la deposición canina. Las obedecemos por dos motivos principales: por conformidad con el grupo y porque, como sucede con las reglas de la gramática, si no las respetáramos, la convivencia se volvería imposible.
Ni las unas ni las otras constituyen un sistema cerrado y definitivo. Ambas son manifiestamente mejorables y están en constante evolución, sujetas al cuestionamiento y a la innovación de los usuarios. E igual que te encuentras con virtuosos y analfabetos en el manejo del lenguaje, en el de la moral hay santos y sinvergüenzas, como aquellos dos tipejos que conocí en mi juventud.