Mi vida como un perro

Nuestras mascotas nos hacen mejores. Por eso las tenemos.

Le hemos regalado a nuestro hijo Carlos un bichón maltés. Le ha puesto Sam de nombre. El carácter de esta raza es impredecible. Unos ejemplares salen dulces y otros huraños. Sam es definitivamente dulce. Cuando lo llamas, acude raudo y feliz y se sienta delante de ti, con la cabeza levemente ladeada. Es tierno y juguetón. Este fin de semana lo solté en el parque del pueblo y se coló en la residencia de la tercera edad que hay al lado. En el porche había un anciano sentado al fresco. Mi primer impulso fue gritarle a Sam que regresase, pero luego pensé que su alegría animaría la gris rutina de aquel hombre y le dejé ejecutar su repertorio de gracias y volatines.

La actitud hacia los animales ha cambiado mucho en el pueblo. No hace tanto aún podías tropezarte paseando por el campo con un galgo colgado de un olivo. Se me ocurrió preguntarle a un lugareño por qué los ahorcaban y me dijo con expresión sorprendida que no iban a malgastar un cartucho de escopeta. Reformulé la pregunta. Me refiero, dije, a por qué los matan. Bueno, me contestó, después de los cinco años el galgo ya no vale para correr liebres y es una boca más.

Este insensible carácter instrumental de nuestra relación con los perros se remonta al Neolítico. Entonces rastreaban la caza y alertaban de la presencia de extraños. Hoy disponemos de supermercados y alarmas electrónicas y podríamos pasarnos sin ellos, pero no solo no los hemos licenciado, sino que los metemos en nuestros dormitorios.

Se han alegado motivos la salud. Una investigación concluyó en Estados Unidos que la tasa de supervivencia al infarto de miocardio es mayor entre quienes tienen animales de compañía, pero parece que la causalidad va en sentido contrario. Las mascotas son un lujo de gente acomodada y, por tanto, más sana. No es que viva mejor porque tiene mascotas, sino que tiene mascotas porque vive mejor.

Muchos te dicen de su terrier o su pastor alemán que solo les falta hablar y les atribuyen una vida interior similar a la nuestra, aunque es improbable que experimenten vergüenza o remordimiento. Malcolm Gladwell describe en uno de sus artículos un episodio de El encantador de perros en el que César Millán debe lidiar con una chuchita llamada Sugar. Su propietaria cuenta cómo lo muerde todo: las zapatillas, los muebles, los niños. A continuación exhibe unos brazos cuajados de costras y cicatrices y, al advertir la expresión alarmada de Millán, se apresura a justificar al animal.

—Luego me lame media hora donde me ha mordido.

—No se está disculpando —repone Millán—. Los perros se lamen las heridas entre ellos por el bien de la manada.

—Yo pensé que estaba arrepentida.

—Si estuviera arrepentida, no lo volvería a hacer.

Todo lo que sabemos de los perros sugiere que son grandes observadores de los humanos. El artículo de Gladwell explica cómo el antropólogo Brian Hare somete a perros y chimpancés a la misma prueba. Dispone dos tazas en el suelo y oculta comida debajo de una. Los perros miran al hombre en busca de indicaciones. Los chimpancés, no; los chimpancés se impacientan, como si pensaran: «Déjate de jueguecitos y dime dónde está el plátano». Los perros aguardan alguna señal y, si el experimentador toca la taza derecha, corren hacia la taza derecha.

La especialidad de los perros es estar pendientes de nosotros. Una de las interacciones habituales del universo canino consiste en dos humanos aproximándose con sendos animales sujetos al cabo de una correa. Oficialmente, los perros se examinan entre sí, sin prejuicios, entregados a las puras sensaciones olfativas. En realidad, antes de hociquear nada han echado una ojeada a sus dueños respectivos y, como hayan detectado el menor gesto de desagrado, es altamente probable que el encuentro acabe en un revuelo de ladridos y dentelladas al aire.

«¡Qué carácter!», decimos entonces tirando del arreo. «Usted disculpe», añadimos. Y nos alejamos íntimamente agradecidos de que el buen criterio del animal nos haya ahorrado una charla tediosa, cuando se ha limitado a cumplir las instrucciones que le hemos telegrafiado inconscientemente.

Mucho de lo que nuestras mascotas nos dan lo hemos puesto nosotros antes. Reaccionan con hostilidad cuando las maltratamos y con afecto cuando las cuidamos. En la vida recibes por lo general lo que das. Es una ley universal y rige lo mismo para los seres animados que los inanimados. Piensen en la relación que Tom Hanks establece en Náufrago con el balón de voleibol. Si no lloraron cuando desaparece bajo las olas es que no tienen corazón. Nadie en su sano juicio creerá, sin embargo, que una pelota pueda corresponder al cariño de Hanks, pero él lo cultiva porque le permite preservar su humanidad, alentar unos sentimientos sin los que la existencia sería un erial.

Nuestras mascotas nos hacen mejores personas, más compasivas y completas. Por eso las tenemos y por eso, cuando el anciano de la residencia le tiró una patada a Sam, me dio más pena por él que por el animal.

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