El tiempo es el oro

La historia de la civilización es la conquista del ocio.

Nos confundimos cuando asociamos la riqueza con el dinero. El tío Gilito no es multimillonario porque posea una montaña de billetes y monedas, sino porque está tumbado sobre ella y no necesita hacer nada. Puede pagar a otros para que le mantengan la casa y le cocinen, le corten el pelo y lo vistan.

«La contabilidad relevante es la del tiempo, no la del dinero», dice mi amigo el profesor del IESE Javier Díaz-Giménez. La historia de la civilización es la conquista del ocio. «En lugar de pasar cada hora del día cazando y recolectando alimentos», escribe George Gilder en el prólogo de Superabundance, «un ciudadano moderno soluciona su comida en cuestión de minutos». En eso consiste el progreso.

En el bachillerato nos enseñaron que habitábamos un mundo de escasez, en el que había que andar siempre pendiente de que la demanda no rebasara la oferta y de no estirar más el brazo que la manga. En la India de los años 70 incluso regalaban a los varones una radio o una escopeta para que se dejasen esterilizar. Se trataba de impedir que con sus progenies arrasaran los arrozales como una plaga de langostas.

Pero desde 1800 la población mundial se ha multiplicado por ocho y los índices de hambre y desnutrición están en mínimos históricos. ¿Por qué? Porque cada vez cuestan menos los medios que sustentan la existencia. Y cada vez cuestan menos, porque, como apunta Gilder, «las personas no somos sumideros de recursos, sino su fuente generadora». No somos únicamente bocas que devoran y manos que arrancan, sino mentes que discurren modos más eficientes de hacer las cosas. Es decir, liberadores de tiempo.

Ese es el bien auténticamente escaso, el que debemos administrar con codicia. Los billetes se imprimen y las monedas se acuñan, pero el tiempo de que disponemos está inapelablemente tasado y el problema de los habitantes de los países pobres es que lo malbaratan en tareas que nosotros hacemos casi sin darnos cuenta. Para beber agua limpia, deben depurarla. Bajan al río a hacer la colada y afrontan caminatas agotadoras para ir al colegio, al trabajo, al ambulatorio. Nosotros nos limitamos a abrir el grifo, poner la lavadora y coger un autobús o pasear un par de manzanas.

En un artículo de 1996, el Nobel William Nordhaus ilustró este salto portentoso con el ejemplo de la iluminación. «Una bombilla incandescente moderna de 100 vatios que permanezca encendida tres horas cada noche producirá 1,5 millones de horas de luz al año. A principios del siglo XIX obtener esa cantidad habría requerido quemar 17.000 velas, y el empleado promedio habría tenido que trabajar casi 1.000 horas para podérselas pagar. Hoy en día […] el empleado promedio compra [esa energía] con unos 10 minutos de trabajo»: ¡6.000 veces menos!

«El hombre de las cavernas tenía a su alcance las mismas materias primas que nosotros», argumenta el economista Thomas Sowell, «y el abismo que separa su estilo de vida del nuestro se explica por el conocimiento que él incorporaba a esas materias primas y el que incorporamos nosotros». Esa es la clave de la prosperidad y, según Gilder, es una «gran superstición» seguir sosteniendo «que la riqueza se compone de cosas más que de ideas» y que «las personas somos principalmente consumidores», cuando somos asimismo «creadores», urdidores de soluciones, ávidos mineros de tiempo que aspiramos algún día a sestear como el tío Gilito sobre nuestra montañita de oro.

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