La gran lección de Federer y Nadal

¿Se puede de verdad adorar a un rival? Es imprescindible.

Al principio de conocerse Manuel y Javier se reían tanto que nunca imaginaron que un día pudieran odiarse como llegaron a odiarse. Estaban matriculados en una academia de cine y el profesor era un infeliz que, a juzgar por su anecdotario, había pasado toda su carrera arrimado a las astros más refulgentes (Berlanga, Fernán Gómez, Cuerda) sin que se le hubiera contagiado ni un átomo de talento. Carecía también del menor sentido del humor y, cuando Manuel le presentó como ejercicio de clase la parodia de un informativo, estalló en cólera. «¡Esto no es serio!», clamaba con gesto feroz. «Claro», pensaba Manuel. A la salida de clase, Javier se le acercó y le propuso llevar su parodia de informativo a una productora que buscaba nuevos valores y así iniciaron una prometedora colaboración.

Les encargaron seis capítulos de 20 minutos y, aunque disfrutaban mucho, aquello no terminaba de despegar. «Está bien», les decía invariablemente el productor, «pero falta chispa». Desesperado, Javier propuso incorporar al equipo a Inés. Había sido compañera suya en la facultad, donde había sacado todo matrículas, y tenía uno de esos cuerpos andróginos que tanto se llevaban en los años 70, aunque la ausencia de curvas y protuberancias quedaba sobradamente compensada por la dulzura de su rostro.

Sin apenas darse cuenta, Manuel y Javier entraron en una sorda competencia por ganarse a la muchacha. Cada semana se afanaban por presentar el gag más ocurrente y el diálogo más ingenioso y quedar por encima del otro. Empezaron a no soportarse, pero cuanto peor se llevaban, más divertido salía el programa. El productor les auguraba ahora un futuro prometedor, porque, a diferencia del humor blanco de Cruz y Raya o del trazo grueso de Gomaespuma, creaban unos sketches inteligentes y cargados de intención política.

El odio es un estímulo poderoso. El psicólogo Iñaki Piñuel recoge en Mi jefe es un psicópata la reveladora arenga de un banquero a los alumnos de una escuela de negocios. «Cuando yo pregunto por las capacidades de alguien y me dicen que tiene un excelente currículum, que es un magnífico profesional y que posee mucha experiencia, yo siempre pregunto: ¿tiene instinto? Por instinto entiendo las características que debe reunir quien está destinado a ejercer de líder en una organización de alto rendimiento. Instinto… Y perdonadme que os lo diga, yo empleo la expresión un poco más completa. Yo empleo la expresión instinto criminal».

El odio, sin embargo, corroe como un ácido el propio recipiente que lo contiene. Cada felicitación a Manuel era una puñalada para Javier y cada éxito de Javier sumía en la agonía a Manuel. Empezaron a cruzar puyas encubiertas, que dieron paso a críticas más desinhibidas y personales y, finalmente, a una violenta discusión y, para consternación de todos, decidieron separarse. Cada uno siguió su carrera en solitario en ámbitos ya muy alejados del humor y, cuando coincidían en la calle o en algún sarao, se saludaban afectuosamente y recordaban los viejos buenos tiempos, pero sin decir ni una palabra de volver a colaborar, reafirmados en que las cosas estaban bien como estaban y todo había sido para mejor.

Solo mucho más tarde, viendo la despedida de Federer, comprenderían ambos su irreparable error de soberbia. Los periodistas recogían admirados cómo Nadal había declarado en cierta ocasión: «Si alguien me dice que Roger es peor que yo, pienso que esa persona no entiende nada de tenis». A lo que Federer respondía que Rafa era «el más grande de la historia en tierra batida», para rematar: «Adoro esta rivalidad».

¿Se puede de verdad adorar a un rival? Es imprescindible. El instinto criminal del que hablaba el banquero te pone alas en los pies y te permite alcanzar pelotas imposibles, pero también vuelve las derrotas intolerables y, si quieres seguir creciendo con ellas hasta lo más alto, no hay más que un camino: respetar e incluso amar a tu némesis.

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