No te recrees en las derrotas. Céntrate en el proceso, no en la suerte. ¿He tomado la decisión correcta? Todo lo demás son chorradas de nuestro cerebro.
2015 no fue un buen año para Maria Konnikova. En enero, su madre perdió su empleo de programadora. A los pocos meses, su abuela moría tras resbalar en mitad de la noche. Luego, como la startup de su marido no acababa de despegar, prescindieron de él. Maria se encontró con que debía mantener a su familia con su sueldo de periodista free lance. «Tuvimos que dejar nuestro bonito apartamento en el West Village», cuenta en El Gran Farol. «Cambiamos de hábitos. Hicimos todo lo que pudimos para ajustarnos el cinturón».
Entonces le diagnosticaron una enfermedad autoinmune. «Nadie sabía muy bien de qué se trataba». Sus niveles hormonales estaban disparados y se había vuelto alérgica a casi todo. No podía abandonar el apartamento. Le salían ronchas en cuanto tocaba cualquier objeto. Se vino abajo y se acurrucó junto a su portátil, envuelta en una vieja camiseta, lamentándose de su mala suerte y esperando que todo mejorara.
Hasta que se planteó aprender póquer. No era como la ruleta, básicamente puro azar, ni como el ajedrez, básicamente pura destreza. Al igual que el mundo que nos rodea, consistía en una inextricable mezcla de fortuna y habilidad. Cada partida era como una dosis concentrada de realidad, una continua y acelerada sucesión de altibajos. ¿Cómo los gestionaban los campeones?
Entró en contacto con Erik Seidel, miembro del Salón de la Fama del Póquer, para que la entrenara. Empezó practicando en las webs y terminaría ganando cientos de miles de dólares, pero entre medias atravesó cientos de situaciones frustrantes. En Las Vegas se apuntó a un torneo para aficionados, una cosa pequeña, con solo dos mesas. Poco a poco fue abriéndose paso. De pronto se encontraba entre los cuatro últimos y a duras penas pudo contener la excitación cuando le entró una pareja de nueves. Empujó alegremente todas sus fichas al centro. «Voy a ganar mis primeros dólares en un torneo», pensó.
Pero alguien con un proyecto de color, o sea, nada, consiguió el color cuando se volteó la última carta comunitaria y Maria se quedó fuera.
Es lo que se llama un bad beat. Te ha derrotado un rival con pocas posibilidades que, en el lance final y por pura chiripa, liga una buena combinación.
Maria fue en busca de Erik, ansiosa por relatarle su desafortunada mano.
«Para», le interrumpió Erik de inmediato, y le explicó cómo mucha gente insistía en evocar aquella vez en que la derrotaron teniendo dos ases. «No te conviertas en ese tipo de jugadora», le dijo. «Revivir un bad beat es un mal hábito mental. No te recrees en ello. No te va a ayudar a mejorar». Y concluyó: «Céntrate en el proceso, no en la suerte. ¿He tomado la decisión correcta? Todo lo demás son chorradas de nuestro cerebro».
Los narradores de bad beats no se dan únicamente en el póquer. Cada día nos cruzamos con decenas de personas que se lamentan de su falta de oportunidades, de su mala suerte. El crupier de la vida les ha servido unas cartas pésimas.
Pero eso es lo habitual. Lo raro es que te caigan dos reyes de entrada y lo que Maria aprendió aquella tarde en Las Vegas es que tampoco hace falta. «Los mejores jugadores no necesitan una pareja de ases». Literalmente. El economista Ingo Fiedler analizó cientos de partidas online y descubrió que la mejor mano apenas se impone en el 12 % de las ocasiones. Para llevarse el bote resulta mucho más determinante la habilidad.
«Los bad beats te desmoralizan», argumenta Maria. «Hacen que te centres en algo que no depende de ti, los naipes, en lugar de algo que sí puedes controlar, tus decisiones». Y cuando sucumbes a ellos, corres el riesgo de acabar acurrucado junto a tu portátil, envuelto en una vieja camiseta, lamentándote de tu mala suerte y esperando estérilmente que todo mejore.