El olvidado arte de perder

Es urgente que nuestra sociedad abandone el culto del éxito a cualquier precio, esa idea degradante de que el segundo es «el primero de los últimos», como decía Di Stéfano.

Una de las primeras cosas que mi padre me enseñó fue a encajar la derrota. Me decía: «Lo importante es participar», y era verdad. Mientras jugaba al fútbol o al tenis, todos mis sentidos se encontraban en gozosa tensión. El tiempo fluía vertiginoso, me olvidaba de mí mismo y se esfumaban mis inquietudes cotidianas: las notas, los amigos, las chicas…

«Los mejores momentos de la vida», escribe el psicólogo Myhaly Csikszenmihalyi, «no son los pasivos, los receptivos, los relajados. Tienen lugar cuando llevamos el cuerpo o la mente hasta su límite en un esfuerzo voluntario para conseguir algo difícil y que valga la pena». Ese estado de «flujo» es lo que en su opinión constituye «la experiencia óptima», y no la euforia inducida por un par de cervezas o el frenesí del orgasmo (aunque están fenomenal, tampoco vamos a ponernos estupendos).

Lo importante, por tanto, es participar y el triunfo es, como denuncia Kipling, un impostor, pero un impostor necesario. ¿Nos avendríamos siquiera participar sin su reclamo? Si uno lo piensa fríamente, lleva razón Borges cuando denuncia que el fútbol es «horrible y zonzo. Son creo que 11 jugadores que corren detrás de una pelota para tratar de meterla en un arco. Algo absurdo, pueril».

Sin embargo, ante la tormenta de afecto y reconocimiento que se desata sobre el que logra «meterla en un arco», todo cobra sentido o, mejor, pierde cualquier relevancia que carezca de sentido. Probablemente no exista nada más intenso. «Jugar en el Barça de Guardiola», rememora el lateral brasileño Dani Alves, «era mejor que el sexo».

Ahora bien, si el triunfo es el impostor que nos induce a participar, el que nos ayuda a apreciarlo en su justa medida es el otro impostor de Kipling, el igualmente necesario desastre. En el documental The Last Dance, Michael Jordan llora en 1991 abrazado a su primera copa de la NBA. «¡Soy tan feliz!», murmura mientras restriega su frente contra el trofeo, y añade machaconamente: «¡Siete años de lucha, siete años de lucha!»

Sin embargo, en 1993, tras obtener su tercer título consecutivo, ya no experimentará esa misma plenitud. «Cuando intentas algo de forma reiterada», observa, «pierdes parte del hambre y la competitividad». Su compañero John Paxson corrobora que la sensación que Jordan transmitía la noche que consumaron el triplete era «más de alivio que de verdadera alegría». Y Phil Jackson, el entrenador de los Bulls, lo comprende perfectamente: cuando subir a lo alto del podio se vuelve un hábito, «te sientes como… ¿Y qué viene ahora?» Jordan dejaría, de hecho, el baloncesto al término de esa temporada (aunque provisionalmente y en parte también por el golpe que supuso la muerte de su padre).

Es urgente que nuestra sociedad recupere el arte de perder y abandone el culto del éxito a cualquier precio, esa idea degradante de que el segundo es «el primero de los últimos», como decía Di Stéfano. Sin segundo no hay primero; es una exigencia dialéctica. Dependemos existencialmente de nuestros rivales y por eso hay que cuidarlos y tratarlos con magnanimidad en la victoria y con humildad en la derrota.

Y no hablo solo de fútbol o baloncesto. Sin espíritu deportivo tampoco sería posible la civilización tal y como la conocemos. La democracia surge cuando la lucha por el poder se ritualiza y se convierte en una alternancia incruenta entre caballeros, en lugar de una bárbara aniquilación del adversario.

«Entre las clases altas de la Inglaterra victoriana», evoca Csikszenmihalyi, «las personas tenían la responsabilidad de mantener bien firmes las riendas de sus emociones. Cualquiera que se permitiese tener lástima de sí mismo o dejase que el instinto dictase sus acciones en lugar de la razón, perdía el derecho de ser aceptado como miembro de la comunidad».

Es lo mismo que me decía mi padre: «Si no sabes perder, no puedes jugar». Alguien debería recordárselo a Donald Trump y Jair Bolsonaro.

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