Bienvenido, humano 8.000 millones

A lo largo de los últimos 40 años, la población no ha dejado de crecer, el hambre no ha dejado de disminuir y lo único que ha permanecido constante ha sido el mito de la catástrofe demográfica.

Es mediodía en Madrid. Hace una mañana espléndida de domingo y la ciudad se ha echado a la calle. Las terrazas rebosan de charlas animadas. Enjambres de personas se agolpan a la puerta de las iglesias y las pastelerías. Una miríada de críos corre detrás de las palomas. ¿De dónde sale tanta gente?

A finales de la década de 1920, también Ortega y Gasset se sorprendía de lo que llamaba «el hecho de la aglomeración». Escribía: «Las casas [están] llenas de inquilinos. Los hoteles, llenos de huéspedes. Los trenes, llenos de viajeros. Los cafés, llenos de consumidores. Los paseos, llenos de transeúntes. […] Lo que antes no solía ser problema empieza a serlo casi de continuo: encontrar sitio».

El repasar estas líneas, el lector actual no puede evitar una sonrisa de condescendencia. ¿Cuántos habitantes tenía entonces la Tierra? Apenas rondaba los 2.000 millones. Hoy somos exactamente el cuádruple y más de uno repondrá: «Nosotros sí que tenemos derecho a sentirnos agobiados». Pero, ¿estamos seguros de que dentro de 90 años, cuando lleguemos a los 12.000 o 14.000 millones, las generaciones venideras no se sonreirán con idéntica condescendencia de nuestra inquietud?

A lo largo de los últimos 40 años, la población no ha dejado de crecer, el hambre y la pobreza no han dejado de disminuir y lo único que ha permanecido constante ha sido el mito de la catástrofe demográfica. Hace poco, Javier Díaz-Giménez y yo recordábamos en El Gris Importa a Paul R. Ehrlich y su libro Bomba P. Se editó en 1968 y el biólogo anunciaba en él que «la batalla para dar de comer a toda la humanidad» había terminado y que a partir de ese instante «cientos de millones» iban a fallecer de inanición.

Ninguno de sus augurios se ha cumplido. La revolución verde disparó la productividad agrícola y un país como la India, que jamás iba a alcanzar según Ehrlich la autosuficiencia alimentaria, se ha convertido en un gran exportador de arroz.

Deberíamos haber escarmentado, pero el nacimiento del humano 8.000 millones ha sido acogido con los habituales gimoteos maltusianos. «¿Hay planeta suficiente para todos?», se pregunta retóricamente Carme Chaparro, la presentadora de Cuatro Noticias. Y se responde naturalmente que no, porque, entre otras razones, «no hay más suelo cultivable».

Esto no es verdad. «Calcular exactamente qué superficie destinamos a agricultura», escribe la geocientífica Hannah Ritchie, «no es sencillo». Los sembrados no están claramente delimitados en todas partes. En muchas naciones se entremezclan con bosques y viviendas, así que las estimaciones varían. Sin embargo, todas coinciden «en que hemos superado el pico», es decir, en que el suelo cultivable ha empezado a contraerse, pero no porque no haya más, sino porque somos más eficientes y necesitamos menos.

Desde que Thomas Malthus publicó su Ensayo sobre el Principio de la Población, se ha generalizado la convicción de que la fórmula para ampliar el PIB per cápita no es ampliar el PIB, sino reducir el cápita. Y hay que reconocer que, desde un punto de vista estrictamente matemático, la fórmula es imbatible: cuando reduces el denominador de un quebrado y dejas el numerador igual, el cociente aumenta.

Pero lo que los maltusianos nunca tienen en cuenta es que cada recién nacido no es solo otro estómago que hay que saciar y por el que hay que dividir la producción, sino otro cerebro capaz de pensar y de multiplicar la producción. Nuestra especie no es como la oruga procesionaria, que se limita a mondar pinos y aparearse. Los humanos generamos además ideas que, en combinación con los objetos que nos rodean, se transforman en recursos.

Porque los ecologistas tienen razón cuando denuncian que las materias primas no son eternas, pero los recursos no son meramente materias primas. De hecho, estas tienen en sí mismas un valor limitado. La arena de sílice puede usarse para absorber los excrementos de gato o para fabricar microchips. La materia prima es la misma, pero la importancia de uno u otro uso varía notablemente. ¿Y dónde radica la diferencia? En las ideas.

Y se da la circunstancia de que las ideas son un tipo de bien económico conocido como «no rival», que no se agota con el uso. La hamburguesa es un «bien rival», porque si me la como yo, nadie más se la puede comer. Pero un chiste o la tecnología de los semiconductores es un «bien no rival»: lo puedes contar o la puedes aplicar tantas veces como quieras.

Por eso no puede ser sino un motivo de celebración que haya en el mundo más personas generadoras de ideas y que esta mañana espléndida de domingo las terrazas de Madrid rebosen y una miríada de críos corra detrás de las palomas.

Deja una respuesta

Introduce tus datos o haz clic en un icono para iniciar sesión:

Logo de WordPress.com

Estás comentando usando tu cuenta de WordPress.com. Salir /  Cambiar )

Imagen de Twitter

Estás comentando usando tu cuenta de Twitter. Salir /  Cambiar )

Foto de Facebook

Estás comentando usando tu cuenta de Facebook. Salir /  Cambiar )

Conectando a %s