Somos un saco de contradicciones, un choque permanente entre la naturaleza y la cultura, entre el ello y el superyó, y eso nos aboca irrevocablemente al conflicto interior, a la culpa y el pecado. Solo el sentido del humor nos redime.
Hace unos meses, el diario progresista SFGATE propuso «reimaginar el final» de Blancanieves porque el beso del príncipe no es consentido. Puede sorprender que desde la izquierda se condenen hoy escenas similares a las que se censuraban durante el franquismo, pero, aunque el origen y los motivos del viaje difieran, los fanáticos acaban siempre en el mismo punto: la prohibición.
Fanático procede de fanum, que significa templo en latín, y el adjetivo se acuñó para referirse al guardián del templo. A partir de este uso eminentemente religioso, el término se ha extendido a cualquier ámbito donde se erija un santuario y, en consecuencia, haya una ortodoxia y un guardián. El aficionado del Atlético que te increpa porque te alegras de que el Madrid gane la Champions es un fanático. El economista austriaco que ataca a Milton Friedman porque no odia el Estado desde el fondo de sus entrañas es un fanático. La feminista que propone que se penalice el piropo es una fanática. Todos ellos velan por que nadie se desvíe de la ortodoxia y se preserve la pureza.
El ejemplo de la feminista y el piropo ilustra una herramienta intelectual muy querida del fanático: la pendiente resbaladiza. Thomas de Quincey la formula con deliciosa ironía en Del asesinato considerado como una de las bellas artes: «Si uno empieza por permitirse un asesinato, pronto no le dará importancia a robar, del robo pasará a la bebida y a la inobservancia del domingo, y acabará por faltar a la buena educación y por dejar las cosas para el día siguiente».
Del mismo modo, si uno empieza por permitirse un piropo, pronto no le dará importancia a acosar, del acoso pasará a los besos y los tocamientos, y acabará por violar y estrangular a su pareja. La existencia de una concatenación semejante es, sin embargo, cuestionable. Por no haber, no hay ni correlación: las estadísticas revelan que en Europa las mayores cotas de violencia sexual no se dan en los países del sur, tan llenos de machistas y piropeadores, sino en Suecia, en Islandia y en Noruega, que son supuestamente los más avanzados en igualdad de género.
También son dudosas otras dos premisas que el fanático da alegremente por supuestas: que la pureza existe y que puede alcanzarse. Benjamin Franklin lo intentó. Elaboró una lista de cualidades (templanza, humildad, silencio, orden, frugalidad, limpieza, tranquilidad, castidad…) y cada noche dibujaba un punto negro junto a cada virtud transgredida. La hoja no tardó en adquirir el aspecto de un brote de viruela y Franklin comprendió desolado que la culpa es inextinguible y siempre hay algo de que arrepentirse: una palabra, una obra, una omisión, un pensamiento impuro.
¿Cómo se impide un pensamiento impuro? Los talibanes enfundan a las mujeres como si fueran motos, pero estoy seguro de que continúan excitándose con el sonido de la voz o el aleteo entrevisto de unas pestañas. Nuestras bisabuelas iban cubiertas de pies a cabeza para no inducir fantasías indecorosas en nuestros bisabuelos, pero solo conseguían que estos se alborotaran con el atisbo de un tobillo. Es la teoría de la sirena que enuncia Barney en Cómo conocí a vuestra madre: si sometes a un marinero a un periodo de abstinencia prolongado, termina por encontrar atractivo a un manatí. La prohibición rebaja el umbral de respuesta, no elimina la conducta indeseable, así que el fanático corre detrás de la perfección igual que Aquiles el de los pies ligeros corría detrás la tortuga: sin la menor esperanza de cogerla. De ahí su frustración y su mal humor.
Por desgracia, el fanático cuenta para colocarnos su mercancía averiada con nuestro anhelo de paz, de apagar esa conciencia de culpa de la que Franklin intentó deshacerse en vano. La evolución la ha puesto ahí para llamarnos la atención sobre nuestros errores y su ausencia es un síntoma de psicopatía, pero eso no significa que debamos someternos a su tiranía. A diferencia del resto de los animales, las personas podemos sobreponernos a nuestra biología, modularla a nuestra conveniencia. La finalidad del sexo era la reproducción, pero hemos aprendido a hacer un uso lúdico de él, igual que el niño se divierte activando el dispositivo fotoeléctrico que abre y cierra las puertas de un aeropuerto. Tampoco los pliegues vocales se diseñaron con un propósito fonador: eran una tapadera que se levantaba para dejar que el aire pasara a los pulmones y se bajaba para impedir que lo hicieran el agua o los alimentos.
No hay nada más impuro que el ser humano. Somos un saco de contradicciones, un choque permanente entre la naturaleza y la cultura, entre el ello y el superyó, y eso nos aboca irrevocablemente al conflicto interior, a la culpa y el pecado. Únicamente nos redime el sentido del humor, reírnos de nosotros mismos, y por eso el fanático odia la risa e insiste en que nos lo tomemos todo con la máxima seriedad, incluido el beso inocente de un cuento de hadas.