No creo que haya una respuesta definitiva a la pregunta de cómo debe organizarse una sociedad, aunque reconozco que se trata más de una hipótesis de trabajo (inspirada, eso sí, en una sólida evidencia histórica), que de una verdad contrastada.
Si le ofrecieran una pastilla que lo sumiera en un estado de satisfacción permanente, ¿se la tomaría? Si le sirve de referencia, John Stuart Mill jamás hubiera transigido. Es lo que dice Isaiah Berlin en el prólogo a Sobre la libertad. Aunque utilitarista, Mill rechazaba que la felicidad pudiera servir como criterio de conducta o como objetivo vital. Era un concepto demasiado complejo, demasiado ambiguo y, a menudo, contradictorio. Por ejemplo, si estás casado y te sientes atraído por una tercera persona, sabes que, intimando con ella, perderás el afecto de otros seres queridos. La felicidad no es compatible consigo misma.
¿Y no está justamente concebida para esas situaciones la píldora de la felicidad? Sin duda. Una dosis del soma de Un mundo feliz inunda a los personajes de una apacible despreocupación y, a diferencia de usted y de yo, se pasan la novela acostándose unos con otros. Pero esa indiferencia hacia los demás es también el rasgo característico del psicópata. La química podría facilitar nuestro bienestar, pero a costa de la empatía. Seríamos un hatajo de trastornados que se destruirían mutuamente con la más civilizada de las sonrisas.
Hay, por supuesto, otra opción, que es la que plantean las hermanas Wachowski en Matrix. Al ingerir la pastilla azul entras en una dichosa ensoñación en la que no haces daño a nadie, porque pasas a ser una de las pilas humanas que alimentan el Gran Programa. Pero, ¿qué diferencia hay entre eso y estar muerto?
Me temo que el dolor es parte inseparable de la existencia humana. Nos alerta de lo que nos perjudica y erradicarlo iría contra la propia supervivencia de la especie, pero eso no impide que periódicamente surja un demagogo que lo niegue y nos anime a asaltar el cielo.
Nunca he compartido el entusiasmo de esos profetas de la plenitud. No creo que la pregunta de cómo debe organizarse una sociedad tenga una respuesta única y definitiva. Hasta la fecha, al menos, los intentos de ingeniería política se han saldado con resultados desastrosos. Pero es verdad que no hay ninguna razón a priori por la que la isla de Utopía no pueda efectivamente existir. Y si alguien se enterara de cómo llegar hasta ella, ¿no estaría obligado a conducirnos, con o sin nuestro consentimiento?
El consentimiento está sobrevalorado. De hecho, entendido estrictamente, entraña cierta falta de respeto. Consentimos las opiniones absurdas y carentes de sentido de los demás a sabiendas de que son absurdas y carentes de sentido. Las despreciamos, incluso nos estomagan.
Pero la política requiere un diálogo constante con todo tipo de interlocutores, porque la tolerancia es la base del progreso social. Algunas de las ideas que en su momento se consideraron descabelladas (como que todos los hombres somos iguales o que no hay razas superiores), se aceptan hoy como dogmas de fe. «Podemos discutir, atacar, rechazar, condenar con pasión y odio», escribe Berlin; «pero no podemos exterminar o sofocar, ya que esto significaría destruir lo bueno y lo malo y equivaldría [al] suicidio intelectual».
El problema de cualquier dictadura, por benévola que sea, es la esclerosis. «Donde todos piensan parecido», dice Walter Lipman, «nadie piensa demasiado». Los avances surgen del debate y, si penalizamos la discrepancia, nos arriesgamos a quedar eternamente atrapados en un régimen indeseable.
Por eso resulta más sensato seguir probando y probando y, si contra todo pronóstico descubrimos un día una pastilla que resuelva nuestras contradicciones, nos la tomamos y en paz.