El ogro filantrópico

Muchas gracias, amado líder, pero nadie sabe mejor lo que nos conviene que nosotros mismos.

«Al día siguiente», escribe Gabriel García Márquez, «todo el mundo sabía que en casa de Pelayo tenían cautivo un ángel de carne y hueso». Había aparecido un día ceniciento y de mucha lluvia, tirado en el fondo del patio. Era «un hombre viejo, que estaba tumbado boca abajo en el lodazal, y a pesar de sus grandes esfuerzos no podía levantarse, porque se lo impedían sus enormes alas».

El relato que abre el recopilatorio de la cándida Eréndira introduce un elemento mágico en el marco prosaico de una humilde aldea y analiza la reacción de sus habitantes, que no difiere demasiado de la que cualquiera de nosotros tendríamos ante una alteración indeseada de nuestra rutina y que se resume en una palabra: irritación.

El cura se impacienta porque el ángel no habla latín y una vecina sugiere directamente molerlo a palos, pero Pelayo y su mujer Elisenda lo encierran en el gallinero, a la espera de que escampe. Su intención es meterlo luego «en una balsa con agua dulce y provisiones para tres días, y abandonarlo a su suerte en alta mar», pero la expectación suscitada entre la población es tal que optan por exhibirlo previo pago, como si fuera una atracción circense.

El ángel soporta con paciencia sobrenatural las humillaciones. Las gallinas le picotean las alas descosidas en busca de bichos, los baldados le arrancan plumas para frotarse sus malformaciones y los curiosos lo apedrean simplemente para que se levante y verlo de cuerpo entero.

Pero cuando llega a la aldea el espectáculo de una mujer que se había convertido en araña por desobedecer a sus padres, los lugareños le dan la espalda. «Además», cuenta García Márquez, «los escasos milagros que se le atribuían revelaban un cierto desorden mental, como el del ciego que no recobró la visión pero le salieron tres dientes nuevos, el del paralítico que no pudo andar pero estuvo a punto de ganarse la lotería y el del leproso a quien le nacieron girasoles en las heridas».

El ángel terminará «arrastrándose por acá y por allá», con la obsequiosa insistencia de un perro sin amo. «Lo sacaban a escobazos de un dormitorio y un momento después lo encontraban en la cocina».

García Márquez se burló a menudo de quienes interpretaban sus historias y se dedicaban a «encontrarle el pelo al huevo». En El olor de la guayaba comenta que algún listo creyó descubrir «claves importantes» de Cien años de soledad en el hecho de que el joven Gabriel se lleve a París las obras completas de Rabelais. «A partir de este hallazgo todas las desmesuras y todos los excesos pantagruélicos de los personajes se explicarían […] por esta influencia literaria. En realidad, aquella alusión a Rabelais fue puesta por mí como una cáscara de banano que muchos críticos pisaron».

Pero eso no nos impide especular como meros lectores sobre lo que Un señor muy viejo con unas alas enormes nos dice y da la impresión de que es una parábola sobre la ceguera y la ingratitud. El ángel es la representación tradicional del bien, pero somos incapaces de apreciarlo, porque ni refulge ni nos abruma con su sabiduría o su generosidad. Al contrario. Es viejo, no sabe latín y nos concede lo que le da la gana él, no lo que le pedimos, así que lo arrojamos al gallinero, lo explotamos como a un monstruo de feria y, cuando le hemos exprimido hasta el último céntimo, lo corremos a escobazos de todas partes.

García Márquez también se lamentó de que algo similar había ocurrido con Castro. En el prólogo de Habla Fidel lo retrata como un hombre de «ilusiones insaciables», que soñaba con que sus científicos encontraran «la medicina final contra el cáncer» y había creado «una política exterior de potencia mundial en una isla sin agua dulce, 84 veces más pequeña que su enemigo principal». Lamentablemente, la propaganda enemiga lo había convertido en «un caudillo bárbaro» y ni «aun los periodistas mejores, sobre todo los europeos» se tomaban «el trabajo de averiguar por sí mismos cómo es en realidad la Cuba de hoy».

Sin duda, no sabemos mirar más allá de las apariencias.

Pero, como repone Chico Marx: «¿A quién va usted a creer? ¿A mí o a sus propios ojos?»

Las apariencias conforman el mundo que habitamos. El ángel puede concluir con su criterio superior que el ciego necesita tres dientes y el paralítico un décimo casi premiado de lotería, pero el ciego lo que quiere es ver y el paralítico, caminar.

Del mismo modo, ¿de qué le sirve al cubano de a pie que Castro creara una política exterior de potencia mundial? Es igual que el brote de girasoles en las llagas del leproso: un milagro que revela un cierto desorden mental.

Por eso, cuando una mañana el ángel levanta finalmente el vuelo y desaparece, Elisenda exhala un suspiro de descanso.

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