Shak-ira

Entre los que aplauden a Shakira y los que compadecen a Piqué, yo me alineo con los que compadecen a Shakira.

Music Sessions #53, la última canción que Shakira ha dedicado a Piqué, exhibe resentimiento («Esto es pa’ que te mortifique»), chulería («Una loba como yo no está para novatos») y un ingenio rudimentario («Yo solo hago música, perdón que te sal-pique» o, refiriéndose a la amante del futbolista: «Tiene nombre de persona buena, Clara-mente no es como suena»). En lo económico, el éxito ha sido indiscutible. Se ha convertido en el mejor estreno latino de la historia de YouTube, con 64 millones de visualizaciones en un día, y ha reportado pingües beneficios a la colombiana, que llevaría facturados 22 millones de dólares con su trilogía anti-Piqué.

Ahora bien, en lo humano, el veredicto no es tan unánime.

Como hago cada mañana con los asuntos de actualidad, le he consultado a GPT qué opina y, como un perfecto vulcaniano, ha optado por el justo medio. El tema le parece «muy interesante» y una legítima «forma de expresar su enojo». «No obstante», matiza a renglón seguido, «algunos consideran que es demasiado incendiario» y que «Shakira debería ser más respetuosa con Piqué».

¿Únicamente con Piqué?

Entre los que aplauden a Shakira y los que compadecen a Piqué, yo me alineo con los que compadecen a Shakira.

Ya lo dejó dicho otra cantante caribeña, Olga Guillot, en el bolero Bravo: «Te odio tanto / que yo misma me espanto / de mi forma de odiar». Y mucho antes que la cubana, Séneca había analizado en una de sus tragedias el proceso psicológico que lleva a Medea a vengarse de Jasón con la muerte de sus propios hijos. Jasón es, desde luego, un indeseable. Sin los hechizos de Medea, que incluso asesina a su hermano para facilitar la huida de Jasón, jamás se habría hecho este con el vellocino de oro. Pero una vez instalados en Corinto, el muy canalla no duda en repudiar a la maga y casarse con una princesa para impulsar su carrera política.

Séneca describe cómo, a partir del comprensible despecho, Medea va construyendo un odio que ya no es irracional. Lo irracional, abandonado a su ser, no dura mucho. «La emoción decae deprisa, sostenida es la razón», explica en otro lugar el filósofo. La ira puede incitar al soldado a saltar de la trinchera, pero, una vez expuesto al fuego enemigo, no tarda en recobrar la cordura y buscar refugio.

Para que la ira dure hay que alimentarla.

«El proceso está bien documentado», me contó André Glucksmann cuando presentó en Madrid El discurso del odio. «Hay un primer momento en el que, en lugar de dominar el sufrimiento, nos dejamos dominar por él. Nos proclamamos los seres más infelices del universo, arrojamos sal sobre nuestras llagas». El sentimiento de desgracia se conserva así y va cristalizando en una «fría cólera» que prepara el terreno para la tercera y última fase: la furia. El dolor cuidadosamente incubado ya está listo para arrojarse contra los demás.

«¡Indignaos!», insta Stéphane Hessel en un famoso panfleto. Los grandes logros de la segunda mitad del siglo XX (derechos humanos, Seguridad Social, estado de bienestar) han sido, según él, fruto de la ardorosa reacción contra el fascismo de entreguerras. «Os deseo a todos, a cada uno de vosotros, que tengáis vuestro motivo de indignación», escribe. «Es algo precioso. Cuando algo nos indigna […] nos volvemos militantes, fuertes y comprometidos».

No le falta razón, pero ¿no fue también la indignación la que aupó a Hitler a la cancillería? En los discursos que se conservan del Führer aparece sistemáticamente cabreado. Y cuanto más cabreado aparece, más lo aclaman.

La utilidad política de la indignación está fuera de toda cuestión, pero no porque de ella surja nada más articulado que lo que cabe esperar de alguien cegado por la rabia. Su utilidad radica precisamente en lo contrario: en que anula la capacidad de raciocinio de los ciudadanos y los vuelve manipulables. Y una vez llenos de santa indignación, el líder puede teledirigirlos hacia el objetivo que estime oportuno: el Reich de los 1.000 años, la Gran Italia de Mussolini o la unión de los soviets. La versión más extrema de este fenómeno es el fanatismo islamista, que transforma a un desharrapado provisto de un cúter en un arma de destrucción masiva, capaz de abatir aviones y derribar torres.

«Te pegaría si no estuviera airado», se cuenta que exclamó Sócrates en cierta ocasión. La ira es la peor consejera. Ni siquiera cuando responde a una causa noble conviene alentarla, porque nos nubla el juicio, nos pudre el alma y nos impide pasar página.

Shakira no opina igual, y es sin duda una pena para Piqué, pero sobre todo para ella.

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