Los helechos arborescentes

No basta con no hacer daño. Estamos obligados a explotar nuestros talentos, como en la parábola bíblica.

De las tardes grises de mi primera niñez recuerdo el tablero de la oca. La casilla final me fascinaba. Se me antojaba el paraíso terrenal. Pensaba yo que el éxito en la vida consistía en alcanzar aquel lugar y en esa primera imagen deposité mis ilusiones, igual que Paco Umbral las puso en «los inmensos bosques de helechos arborescentes» de su enciclopedia infantil. «Cuando luchaba, cuando crecía, cuando iba filmando mis sueños y caminando mi vida», dejó escrito, «buscaba siempre, en ese futuro placentero y estático que imagina todo hombre, con el tiempo ya detenido y feliz, unos helechos arborescentes».

Umbral tendría posteriormente una carrera literaria plena. Lo consiguió todo, salvo un asiento en la Real Academia. ¿Y los helechos arborescentes? «Aunque la enciclopedia dijese lo contrario, yo no creía que los helechos arborescentes hubiesen desaparecido», pero comprendió que, más que un lugar físico, son una construcción mental, un ensueño, un vago anhelo.

Una pamplina, vamos.

Sucede, sin embargo, que son una pamplina muy útil, porque te sostienen en los momentos de duda, te ayudan a levantarte y reanudar la pelea. Es verdad que nunca están a la altura de las expectativas, pero eso no es culpa suya, sino nuestra, que somos insaciables. Empiezas por desear la flor natural del Campo de Cartagena y el certamen de composición de Alicante, de ahí pasas al Adonis y el Nacional de Literatura y terminas exigiendo a voces el Cervantes.

Nada te colma, te vuelves hipersensible e intuyes una conjura detrás de cada alteración. Umbral se mosqueaba si daban su artículo sin recuadrar o con un anuncio de la Unicef o de calvos de por medio. Para un inseguro patológico como él, nada era gratuito, todo encubría una crítica, una censura. «El País», rememora en La década roja, «montó una gran exposición retrospectiva en el Palacio de Cristal del Retiro, para contar su historia por dentro y por fuera, y allí no aparecía yo […] por parte alguna. Era un depurado. Los campeones de la democracia me estaban depurando sordamente. Me estaban aniquilando profesionalmente, pues yo mismo llegué a pensar (y gran parte del público) que era un escritor acabado».

Pero continuó entregando sus columnas religiosamente. La última la quiso dictar desde la cama del hospital donde agonizaba. A esas alturas tenía claro que los auténticos helechos arborescentes no están en el futuro, que «la misma escritura los va creando». Por eso tenía la impresión de haber estado «bajo su sombra fresca». Lo estaba cada vez que se afanaba en dar forma a sus relatos, a sus novelas, a sus poemas.

Como enseña Kavafis, lo importante no es el destino, sino el viaje. Ítaca no tiene nada que ofrecernos y, lejos de obsesionarnos con una travesía breve y exitosa, debemos pedir que el camino sea largo y disfrutar con lo que hacemos: escribir, pintar, interpretar, pero también levantar una pared, podar un seto, tramitar un expediente.

La película Living retrata con morosidad la asfixiante rutina en el departamento de Obras Públicas de un ministerio británico. Toda la obsesión de su jefe, el pulcro y cortés señor Williams, es eludir cualquier complicación. «Podemos guardarla aquí de momento», dice archivando las solicitudes problemáticas en una bandeja especial que tiene a su izquierda. «No va a hacer ningún daño».

Entonces un médico le comunica que está desahuciado y aquello le abre los ojos. Se da cuenta de que no basta con no hacer daño, de que tenemos que explotar nuestros talentos, como en la parábola bíblica. Y rescata de la bandeja especial el expediente de un parque infantil.

No es gran cosa.

Como él mismo admite, con los años se deteriorará o cederá su espacio a un proyecto más ambicioso. «En una palabra», le explica a uno de sus subordinados, «no podemos presumir de haber erigido un monumento duradero». Pero «permítame aconsejarle», añade más adelante. «Si llegan días en los que ya no está claro a qué fin dirige sus esfuerzos diarios, cuando la mera inercia de todo ello amenace con reducirlo al tipo de estado en el que yo viví durante tanto tiempo, le insto a que recuerde nuestro pequeño parque infantil y la modesta satisfacción que nos produjo su finalización».

Esa modesta satisfacción son los helechos arborescentes, la casilla final del tablero de la oca de mi primera niñez.

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