Bartleby

Todo hombre tiene derecho a disponer de su vida, incluso aunque ello lo lleve a su propia destrucción.

«Soy un hombre bastante mayor», arranca el relato de Herman Melville Bartleby, el escribiente. El narrador es un abogado de Wall Street cuyas ocupaciones han «aumentado considerablemente» y que contrata por ello a un copista de textos legales. Así es como conoce a Bartleby, que al principio saca «cantidades extraordinarias» de trabajo sin hacer siquiera «una pausa para la digestión». Se afana «día y noche de corrido» sobre su mesa, «en silencio, pálidamente, mecánicamente».

Este entusiasmo sufrirá, sin embargo, un brusco frenazo cuando el abogado le solicite ayuda en la revisión de un pequeño documento. Para su sorpresa y consternación, Bartleby le contestará con un tono suave y firme:

—Preferiría no hacerlo.

Como una metástasis, esta reacción se extenderá gradualmente a cualquier otra instrucción hasta que muy pronto Bartleby deje de hacer nada. Permanecerá en adelante quieto en un rincón de la oficina, «como un mueble más», rechazando moverse de allí no ya cuando lo despidan, sino cuando el propio bufete se traslade a otro punto de Nueva York.

El nuevo dueño de la oficina no mostrará, sin embargo, la menor contemplación con Bartleby y, cuando responda a su invitación a marcharse con el habitual: «Preferiría no hacerlo», llamará a la policía, que se lo llevará detenido «por vagabundo» a Las Tumbas, el complejo penitenciario de Manhattan.

¿Qué le pasa a Bartleby? ¿Cuál es su problema?

El filósofo José Luis González Quirós ha dedicado un capítulo de su último libro a la importancia de la imaginación en política, que define como la capacidad de «atreverse a proyectar un mañana mejor».

Esto es algo que asusta por igual a conservadores y progresistas.

A los conservadores, por razones obvias. Les parece imprudente tocar nada. «No comprenden», escribe González Quirós, «que, como dijo [Gilbert Keith] Chesterton, si se dejan las cosas como están no se conservan, sino que se descomponen».

Y a los progresistas, porque, con el renacer del ecologismo, tienden a rendirse más de lo aconsejable ante lo que Antonio Machado llamó «el prestigio desmesurado de lo pretérito». Y no me refiero a cualquier pretérito, sino al original y único, a aquel que tenía en mente Jean-Jacques Rousseau cuando, al principio del Emilio, aseguró: «Todo está bien cuando sale de manos del Autor de las cosas, todo degenera en manos del hombre».

Esta convicción está animando a muchos cachorros de la izquierda a repudiar los avances incontestables que la humanidad ha experimentado en los dos últimos siglos en todos los ámbitos: pobreza, educación, salud, seguridad

En el fondo, el cambio nos angustia porque es una expresión del tiempo y nada desearíamos más que detener el tiempo. Pero el mero instinto de supervivencia induce a quienes están peor a prosperar y ese impulso pone en marcha una rueda imparable. ¿Qué legitimidad nos asiste para frenar la aspiración de los parias de la tierra a un futuro mejor?

Friedrich Hayek argumenta en Por qué no soy conservador que «el liberal acepta los cambios sin aprensión, aunque no sepa cómo se llevará a cabo la necesaria adaptación».

¿Vale entonces todo?

No. Existe un límite infranqueable. Hay que dejar que la gente decida, respetar el derecho de cada cual a decir que no. El «preferiría no hacerlo» de Bartleby.

El final del relato de Melville es desconcertante. Nunca se nos aclara qué le pasa a Bartleby, cuál es su problema. Cuando el abogado acude a Las Tumbas para interesarse por la suerte del antiguo empleado, se encuentra con que le comenta al cocinero con su tono suave y firme:

—Preferiría no almorzar hoy.

Poco después, muere de inanición.

Este desenlace ha dado pie a decenas de interpretaciones. Noel Ceballos sugiere unas cuantas en GQ. «Es», enumera, «una ácida parodia de los avances en materia de política laboral que se sucedieron en Nueva York circa 1850, una reflexión sobre las consecuencias del aislamiento deshumanizador al que nos aboca el trabajo moderno, una inmersión directa en la enfermedad mental, un romance homosexual no sublimado, un código solo descifrable por iniciados en masonería, un precursor del absurdo kafkiano, el primer texto existencialista (el propio Albert Camus así lo consideraba) y un furioso Ya Basta contra el determinismo inherente a la modernidad».

«Cada lector», concluye Ceballos, «puede escoger la lectura que más le interese».

Yo me quedo con la que hace Deirdre McCloskey. Para ella, la historia de Melville ilustra la prerrogativa de todo «hombre libre y no esclavo» a disponer, como Bartleby, de su vida, incluso aunque ello lo lleve a su propia destrucción.

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