«El principio democrático es que el pueblo es soberano incluso en el derecho a equivocarse. Si no, ¿qué clase de soberano sería?» (Giovanni Sartori).
«Yo he conquistado la popularidad», le confesó una vez el periodista Tico Medina a Francisco Umbral. «Ahora tengo que cambiarla por el prestigio». Corría 1974. ETA acababa de asesinar al almirante Carrero Blanco y, lejos de una bunkerización general, en el régimen se advertía «un germen de renovación». A los políticos franquistas, decía Umbral, les pasaba lo que a Tico Medina, «pero al contrario»: habían tenido el prestigio y ahora querían la popularidad.
Esa ha sido una debilidad tradicional de la democracia: prefiere al popular antes que al prestigioso. ¿No deberíamos aspirar a que nos gobernaran los más capaces?
La historia revela que no es tan buena idea.
Casi todos los dictadores escogen con extremo cuidado a sus colaboradores. Entre sus ministros abundan los premios extraordinarios de carrera y los números uno de oposición, pero hasta los más listos se equivocan y, cuando esto sucede, las consecuencias suelen ser limitadas. Quizá se produzca un reajuste en el gabinete, pero rara vez hay un cambio de rumbo y, desde luego, nunca se marcha el autócrata.
Las democracias también yerran, por supuesto.
«El demagogo», advierte Giovanni Sartori, «apela a las muchedumbres gritando que el pueblo siempre tiene razón. Pero el principio democrático no sostiene ese absurdo. El principio democrático es que el pueblo es soberano incluso en el derecho a equivocarse. Si no, ¿qué clase de soberano sería?»
En política (y en la vida, en general) lo habitual es meter la pata.
Muchas iniciativas no van a ningún lado, pero lo fundamental no es acertar con las buenas, sino desechar las malas. De hecho, cuanto más deprisa te equivoques, antes detectarás tus fortalezas. Lo decía el fundador de IBM, Tom Watson: «¿Quiere que le dé una fórmula de éxito? Es bastante simple: duplique su tasa de fracaso».
Por eso, sigue Sartori, las elecciones importan «no tanto por cómo se producen, sino por el hecho de que se produzcan».
La evaluación periódica del Gobierno permite a las sociedades deshacerse de los gestores impotentes e ir probando, mediante ensayo y error, diferentes estrategias. Eso hace que la democracia esté «a menudo y de distintas formas mal gobernada; pero es democracia» y está, por tanto, permanentemente abierta a la rectificación.
Preservar esta flexibilidad genera, por desgracia, un dilema insoluble entre prestigio y popularidad.
Lo ideal sería que uno y otra fueran de la mano, pero el prestigio es de lenta maduración y se presta mal a las urgencias de la vida pública. Si hubiera que esperar a que la ciudadanía se formara un juicio ponderado de cada representante, los comicios deberían celebrarse cada 30 o 40 años, que viene a ser la duración media de una dictadura. (Una dictadura de derechas; las comunistas son mucho más longevas).
No es que las masas desprecien el prestigio; es que no les vale como herramienta de control.
Los herederos de Carrero Blanco no andaban desencaminados. A los ciudadanos nos gustan los políticos ávidos de popularidad, porque eso los vuelve superficiales y ahí es donde los queremos: en la superficie, bien a la vista.
Los estadistas profundos, que solo rinden cuentas a Dios y la historia, quizás estén mejor preparados, pero escapan a nuestro radar.