Entre una tiranía de derechas y una tiranía de izquierdas, hay que tomar partido por el individuo.
Cuando en octubre de 1948 Albert Camus estrenó El estado de sitio, un drama en el que denuncia los regímenes tiránicos, el filósofo Gabriel Marcel le reprochó que localizara la acción en Cádiz, cuando hubiera sido más apropiado hacerlo en cualquier ciudad de la órbita soviética.
Marcel atribuyó la decisión al director de la compañía, Jean-Louis Barrault, pero en una contundente réplica publicada en Combat en diciembre de ese mismo año, Camus asumió toda la responsabilidad: «La obra transcurre en España porque yo lo decidí».
¿Por qué eligió España?
Asistí hace años al pase de Malditos bastardos, la película de Quentin Tarantino. Está ambientada en la Francia ocupada. Brad Pitt encarna a Aldo El Apache Raine, un teniente estadounidense que se infiltra tras las líneas enemigas al mando de un pequeño grupo de voluntarios conocido como los Bastardos.
Como les explica en una escena, la misión consiste en matar alemanes de la manera más cruel posible.
—Hallarán la prueba de esta crueldad en los cuerpos eviscerados, desmembrados y desfigurados que dejaremos tras nosotros. —Y añade más adelante—: ¿Les suena bien?
—¡Sí, señor! —contestan los voluntarios como un solo hombre.
Un día, emboscan a una patrulla de la Wehrmacht y se disponen a extraer información de uno de los escasos supervivientes.
—Ahora, Werner —le informa El Apache—, te voy a preguntar una maldita vez más, y como respetuosamente sigas negándote a responder, voy a llamar al Oso Judío para que venga aquí, agarre ese gran bate suyo y te golpee con él hasta matarte. Así que toma tu dedo de chupar salchichas y señálame en este mapa lo que quiero saber.
—Jódete tú y tus perros judíos —dice Werner.
En lugar de enfadarse, los Bastardos prorrumpen en una carcajada.
—En realidad —contesta igualmente complacido El Apache—, estamos encantados de que digas eso. Francamente, ver al Oso Judío matar nazis es lo más parecido que tenemos a ir al cine. —Gira la cabeza, grita—: ¡Donny! —y explica—: Aquí hay un alemán que quiere morir por su país. Dale satisfacción.
Lo que más me llamó la atención de esta escena fue lo que pasó a continuación en el patio de butacas: el público se rio.
Werner no es ningún angelito. Una voz en off nos cuenta que «ha presenciado muchos interrogatorios desde que Alemania decidió gobernar Europa». Pero ahora que se encuentra «en el lado equivocado del intercambio», está decidido a que «lo entierren con su dignidad».
Lo que tenemos en pantalla es, pues, a un torturador convicto y confeso, el Apache; a un soldado que se niega a traicionar a sus compañeros, Werner, y a un depravado dispuesto a machacarle la cabeza y esparcir sus sesos por el suelo, el Oso.
¿Dónde está la gracia de la escena?
Dudo que nadie hubiera siquiera esbozado una sonrisa de invertirse los papeles y ser el teutón quien bateara al judío, pero, ¿cómo podremos conservar el derecho a protestar contra esto si nos convertimos en cómplices de aquello? «Cualesquiera que sean las razones del anticomunismo (y conozco algunas muy buenas)», le dice Camus a Marcel, «jamás las aceptaremos si se abandona a sí mismo al punto de olvidar [la] injusticia».
La amenaza antiliberal es una, aunque adopte formas distintas.
Entre una tiranía de derechas y una tiranía de izquierdas, hay que «tomar partido por el individuo», escribe Camus. Entre un asesino nazi y un asesino aliado, debemos quedarnos con las víctimas. Con todas las víctimas.
Por eso Camus eligió España.
«Usted», le reprocha a Marcel, «acepta silenciar un terror para combatir mejor otro terror». Es un error que solo sirve para socavar la causa de la libertad. Camus, por el contrario, se negó siempre a limitar su indignación a los crímenes de hombres que compartían sus ideas.