Víctor Hugo mantuvo un constante comercio carnal con las muchachas del servicio, cuyos detalles consignó en unos cuadernos secretos.
Nunca me he fiado de las declaraciones de amor eterno.
«Déjame morir en tus brazos, déjame acostarme a tu lado, déjame estar siempre contigo», le suplicaba John Denver a Annie Martell en un clásico del country. Pocos años después de editarse el sencillo, se divorciaban como consecuencia de los «múltiples episodios de infidelidad» del cantante.
¿Por qué somos tan inconstantes?
Intentaba el otro día desbloquear sin éxito una bicicleta de alquiler del Ayuntamiento, cuando un coche se detuvo a mi espalda. La ventanilla bajó con un zumbido y de su interior asomó el rostro invariablemente cordial de Monroe Stahr.
—Estás haciendo el ridículo —me dijo con razón—. Anda, sube que te llevo.
No conozco a nadie más organizado ni más degenerado que Stahr. Organizado, porque desde muy jovencito ha anotado escrupulosamente cada céntimo gastado en unas libretitas de tapas negras. Y degenerado, porque además de la contabilidad mercantil, lleva otra con sus aventuras sexuales.
Me extrañó cuando alguien lo comentó en el Calridge, pero luego he sabido que Víctor Hugo hacía lo mismo.
«El gran vate», cuenta Mario Vargas-Llosa, «mantuvo un constante y múltiple comercio carnal con las muchachas del servicio. Era un comercio en todos los sentidos […]. Pagaba las prestaciones de acuerdo a un esquema bastante estricto. Si la muchacha se dejaba solo mirar los pechos recibía unos pocos centavos. Si se desnudaba, pero el poeta no podía tocarla, 50 centavos. Si podía acariciarla sin llegar a mayores, un franco».
Lo consignó todo cautamente «en español para borrar las pistas».
Por ejemplo: «E. G. Esta mañana. Todo, todo». «Mlle. Rosiers. Piernas». «Marianne. La primera vez». «Ferman Bay. Toda tomada. 1fr.25». «Visto mucho. Cogido todo. Osculum». Etcétera.
Para hacerme sitio en el asiento del copiloto, Stahr recogió unos objetos que había encima (la Beretta de nueve milímetros, unos mitones) y los arrojó a la guantera rápidamente, pero no lo suficiente como para que no pudiera advertir en su interior una de las libretitas de tapas negras.
—Sigues registrándolo todo —dije.
Se rio brevemente. «Claro», respondió, y me contó que más de una vez se le había presentado alguna examante y no habría caído en quién era de no haber sido por aquella teneduría erótica.
—¿Y no se ofenden con tu desmemoria? —pregunté.
—No tienen por qué —dijo—. Yo enseño mis cartas desde el principio. No engaño a nadie con promesas de pasión inolvidable. Es puro sexo, sin consecuencias. —Hizo una pausa y precisó—: Sin consecuencias sentimentales.
—¿A qué te refieres?
—Hombre, durante un tiempo no tomaba muchas precauciones. No era fácil hacerse con preservativos, la píldora te la tenían que recetar… —Habíamos llegado a nuestro destino. Acercó el vehículo a la acera para que me apeara y dijo ceremoniosamente mientras me estrechaba la mano—: Mis respetos a tu señora.
Antes de subir a casa, paré a recoger la correspondencia y me fijé en el buzón vacío de Raúl.
Aunque debía de rondar la edad de Stahr, Raúl habría pasado fácilmente por su padre. Una temprana viudez lo había envejecido y llevaba una existencia triste y solitaria. Durante una copa navideña de la comunidad me confesó (sin venir, francamente, mucho a cuento) que jamás había superado la muerte de su joven esposa.
—Han pasado 30 años y sigo enamorado de ella como el primer día.
En su boca, las inflamadas palabras de John Denver a Annie cobraban perfecto sentido. «Existe el amor eterno», concluí recostado en la cabina del ascensor, «pero sus portadores tienen un éxito reproductivo claramente inferior al de los Hugo y los Stahr de la vida».
Este enlace le parece sospechoso a mi ordenata. A saber por qué. Me pide que no lo abra y yo no le hago caso. Pero, a lo mejor, tiene algún defecto que se pueda corregir. Un fuerte abrazo
Misterios de la algoritmia, Rafa. A mi mujer también se lo envía a spam. Ha decidido que no me conviene que me lea, quizás con alguna razón. Un fuerte abrazo.