Más urgente que desacreditar la vida me parece a mí desacreditar la muerte.
Después de prestar un último servicio a la emperatriz, el consejero Fan Chun decide que ya está harto de intrigas palaciegas.
—Voy a retirarme —le confiesa al victorioso general Li Kan—. He conseguido el permiso […] para ir al interior, a un templo, para meditar. […] Mis días en este mundo están llegando a su fin. […] En la paz de un pequeño pueblo reflexionaré […]. Intentaré, simplemente, conseguir la paz de mi espíritu. […] Quiero llegar a la muerte, si es posible, ya que no en paz con el mundo, algo que se me antoja imposible, sí, al menos, en paz conmigo mismo.
El párrafo, completamente apócrifo, forma parte de la espléndida trilogía de Trajano de Santiago Posteguillo y, cuando lo leí allá por la primavera de 2016, experimenté una especie de revelación. Creí ver con meridiana claridad que nuestra existencia se repartía en tres grandes etapas y, tras pasar las dos primeras preparándome para sendos desafíos (la reválida de conocimientos y el éxito profesional), debía afrontar en la tercera el mayor de todos: llegar a la muerte en paz conmigo mismo.
Comencé a indagar cómo habían afrontado el trance definitivo diferentes figuras, y de ello he dejado constancia en este blog.
Una primera fórmula es quitarle importancia a la vida. Cuando Séneca comprendió que los sicarios de Nerón se presentarían en cualquier instante, se consoló pensando que, en el fondo, «no es un gran asunto vivir». Como la zorra ante las uvas, proclamó: están verdes. Muchas religiones lo hacen y no digo que no funcione, pero comporta la renuncia de algo tangible y cierto a cambio de algo vago e incierto.
Pascal consideraba que, así y todo, compensaba.
Incluso aunque la probabilidad de que exista Dios sea mínima, escribió en sus Pensamientos, «si ganas, lo ganas todo […] una eternidad de felicidad». La Wikipedia asegura que la lógica de este sencillo planteamiento convenció al mismísimo John Von Neumann, que «se convirtió al catolicismo […] gracias a haber analizado en profundidad la apuesta de Pascal». Y a la entrada del colegio en el que me examiné de selectividad, una cita de san Agustín conminaba a la frugalidad en todos los ámbitos: «El placer de morir sin pena, bien merece la pena de vivir sin placer».
¿De verdad?
Más urgente que desacreditar la vida me parece a mí desacreditar la muerte, y ahí la coincidencia de clásicos y no tan clásicos es abrumadora. Marco Aurelio agonizó «extrañamente tranquilo, casi indiferente», según sus médicos, tras persuadirse de que la muerte nos devuelve a ese estado de inconsciencia en el que yacíamos antes de nacer. Estuvimos muertos incontables eones antes de venir a la Tierra. Entonces no nos importó. ¿Por qué había de hacerlo ahora?
«Dejar de existir», argumenta también David Hume, «no me perturba más que pensar que, antes de nacer, no había existido».
Y después de que un ataque de asma que lo puso en la misma ribera del río Estigia, Séneca concluye que la muerte «no debe inquietarnos». Es el no ser, somos después de morir lo que hemos sido antes de nacer, y antes de nacer lo que reina es la paz.
El problema es que eso de que «no debe inquietarnos» se dice más fácil que se hace.
«Ningún argumento podrá nunca acallar el miedo», dice François de la Rochefoucauld. «La seguridad de desligarse de las miserias de la existencia y no depender más de los caprichos de la fortuna son recursos que no debemos rechazar, pero tampoco considerar infalibles. Sirven para tranquilizarnos no más que un sencillo arbusto durante la batalla».
Nuestra razón, en la que tanta esperanza depositamos, «es demasiado limitada».
Por eso, aunque Cicerón insiste en que «filosofar es aprender a morir», a la mayor parte de las personas no nos inunda de serenidad, sino de negra melancolía. «¿Cómo podemos librarnos de la idea de la muerte», se pregunta angustiado Michel de Montaigne, «de la sensación de que en cualquier momento va a agarrarnos por el cuello?»
Su recomendación es ignorarla.
«La naturaleza te dirá qué hacer llegada la hora, de manera plena y suficiente». Él mismo lo había comprobado a raíz de un accidente de equitación. Mientras sus acompañantes intentaban reanimarlo y él convulsionaba y vomitaba sangre, la impresión que lo dominaba era de tranquilidad. «Mi vida pendía al borde de mis labios» y «cerraba los ojos» no para retenerla, sino para «ayudarla a salir». Sentía «una infinita dulzura».
No hay que aprender nada, hay que desaprenderlo todo.
Entre tanto, olvidémonos de Fan Chun y gocemos mientras conservamos la capacidad de gozar. «Hasta el final», dice Pascal Bruckner, «debemos permanecer como seres del sí». Residir en la Tierra es un milagro y «la única palabra que debemos pronunciar cada mañana, en reconocimiento del regalo que se nos ha dado, es: gracias».