La crisis ha reabierto la brecha entre norte y sur. Las regiones pobres son hoy más pobres. ¿Qué podemos hacer?
Hasta que estalló la crisis, la historia reciente de España se podía considerar un éxito en materia de convergencia. “Las diferencias extremas entre las comunidades autónomas se han reducido de manera apreciable”, escribía en 2005 el catedrático de la Universidad de Murcia José María Serrano en el Boletín Económico del ICE. Si en 1950 la renta per cápita de un madrileño era 3,4 veces superior a la de un extremeño, medio siglo después se había reducido a 1,8 veces.
Eso es casi el doble y puede parecer grande, pero en Reino Unido o Alemania las distancias son aún mayores. Como decía hace unos meses en Actualidad Económica José Villaverde, profesor de Economía de la Universidad de Cantabria, “España es un país relativamente igualitario”.
Pero en ese artículo de 2005, Serrano planteaba dudas sobre la continuidad del proceso. Aunque le producía “cierto consuelo inicial” comprobar que los datos “medios de riqueza por persona” mostraban “una ligera aminoración en sus extremos”, el peso económico y demográfico de “unas pocas regiones” (País Vasco, Madrid y Cataluña) estaba “creciendo sin parar”, dando lugar a un país cada vez menos homogéneo, con regiones “muy dispares en su tamaño, efectivos humanos y nivel de renta”. Y concluía que estábamos abocados a “una polarización territorial abrumadora”.
Los acontecimientos parecen darle la razón. El Gabinete de Economía Regional de Funcas revela en su Balance que, desde 2008, esas “pocas regiones” (País Vasco, Madrid y Cataluña) han crecido más (o han decrecido menos, para ser precisos) que las tres más pobres (Extremadura, Andalucía y Castilla-La Mancha).
El sur se queda rezagado. ¿Nos hemos vuelto un país de dos velocidades?
En principio, la recesión no se ha cebado exactamente con el sur profundo, sino con las regiones que han sufrido una burbuja inmobiliaria, un grupo heterogéneo en el que las hay ricas (La Rioja, Baleares), pobres (Andalucía, Murcia) y mediopensionistas (Cantabria, Valencia).
Pero es verdad que los otros dos factores que más están afectando al bienestar son el paro estructural (a muchos desempleados de larga duración no se les ha renovado el subsidio y han pasado a percibir una prestación mínima) y la falta de apertura al exterior (las exportaciones son la única fuente de crecimiento), dos males endémicos de las regiones pobres. Por eso el sur lo está pasando peor.
Así y todo, tanto el problema de la construcción, como el del paro y la apertura al exterior están en vías de solución. Lo lógico es que, a medida que remontemos, se vaya recuperando también la convergencia.
“Todo esto era previsible”, decía José Villaverde. “Si se repasa la evidencia empírica, se ve que las disparidades regionales aumentan en los momentos de crisis y disminuyen en los de auge. Eso es lo que llamamos un hecho estilizado. El otro hecho estilizado es que las diferencias subsisten. Se puede converger, pero hasta cierto límite”.
¿Cuál es ese límite y cómo se puede franquear, si es que se puede?
A grandes rasgos y simplificando mucho, hay dos grandes escuelas en materia de convergencia. La neoclásica sostiene que el mercado y la competencia impulsan la productividad y el bienestar y, a la larga, reducen la desigualdad. La intervencionista cree que el mercado y la competencia benefician a los poderosos y, a la larga, aumentan la desigualdad.
En general, en la Unión Europea hemos sido siempre más de la segunda escuela. El Informe Delors lo expuso meridianamente en 1989: “La experiencia histórica sugiere […] que, en ausencia de políticas de contrapeso, el impacto [de una mayor integración económica y monetaria] en los países periféricos podría ser negativo”.
En consonancia con esta doctrina, la UE ha inyectado en las regiones más pobres a través de fondos de distinto tipo (agrícolas, estructurales, de cohesión) el equivalente a dos planes Marshall. ¿Con qué resultado? Más bien pobre. En un trabajo de 2001 que posteriormente han ratificado otras investigaciones, “Income disparities and regional policies”, Michele Boldrin (Universidad de Washington en Saint Louis) y Fabio Canova (Pompeu Fabra) se mostraban muy críticos con esta política europea. “Sólo España presenta una (muy débil) reducción de las diferencias regionales”, escribían. Salvo un puñado de milagros (Irlanda, el noreste de Italia, los laender de Alemania Oriental, el área metropolitana de Lisboa y el centro del Gran Londres), la mayor parte del continente había alcanzado una velocidad de crucero homogénea. Todos progresaban, pero al mismo ritmo, sin cambios en las posiciones relativas.
Los defensores de la cohesión alegan que las transferencias cumplen en el peor de los casos una labor de redistribución, pero a Boldrin eso no le parece ni justo ni eficiente. “No es justo”, dice, “porque con los impuestos de los trabajadores humildes de Hamburgo les hacen parques a los ricos de Andalucía”. Y no es eficiente, porque se fija a la gente en lugares y sectores improductivos, frenando los ajustes que permitirían un uso más racional de los recursos. “Ningún modelo económico explica la convergencia si no hay movimientos de personas y capitales”, escribe. En Estados Unidos, la igualación del sur con el norte entre 1880 y 1890 fue fruto de la reasignación de su mano de obra. También hubo enormes éxodos tras la Segunda Guerra Mundial, un periodo de prosperidad “que se caracterizó por ser el de más rápida y mayor convergencia. Pero”, añade, “a partir de los años 70, los flujos migratorios cesaron”.
“Las desigualdades sólo desaparecerían si el capital y el trabajo fueran perfectamente móviles”, dice el profesor de IE Business School Fernando Fernández. “Como esa movilidad no se da, ni dentro de un país ni desde luego dentro del área del euro, nada hay en el equilibrio económico que nos lleve a pensar que vayan a desaparecer con el tiempo”.
Qué tal Miguel
Yo lo veo desde una estructura de obtención de los recursos diferente en el Norte y el Sur especialmente. Quiero decir: en el sur de la península (incluyendo Extremadura) el aprovechamiento de los recursos es de tipo latifundista: (marxistamente-como Carlos, no como Groucho), es decir los medios de producción los tienen unos pocos, que necesitan mucha mano de obra, y alguno de ellos es un desalmado y aprovechándose de la situación marca unos salarios bajísimos, para ganar más dinero, como siempre. Esto ocurre también, por ejemplo con la explotación de las minas de carbón, etc. Estoy pensando en Asturias mi patria querida, que aunque está en el Norte tiene un paralelismo evidente.
Por eso estoy de acuerdo con el famoso P.A.R. En cierto modo arregla esa enorme desigualdad, aunque los de siempre hagan trampa con ello.
Además, como se gana dinero directamente (a veces mucho, como los obreros en la construcción durante la burbuja inmobiliaria,) sin necesidad de tener estudios de ningún tipo, pues eso: no se forman.
En cambio el Norte es eminentemente minifundista: cada uno tiene su pequeño huerto y le va más o menos bien.
He simplificado mucho el modelo que acabo de describir, pero creo que la cosa se puede entender, no Miguel???
Además ¿no dicen que a buen entendedor pocas palabras bastan?