“El fundamento de la sociedad”, decía Robespierre, “es la moral”. Sin duda, pero ¿cuál moral?
Hace unos años, a mi sobrino le quedó Filosofía en junio y se pasó el verano maldiciendo a todos los pensadores que en el mundo han sido. “Pero, ¿de qué me va a servir a mí en la vida la res cogitans?” Resulta difícil, en efecto, hallar alguna conexión entre las elucubraciones de Descartes y los asuntos vitales que ocupan a mi sobrino: la PS3, los emparejamientos de la Champions, su propio emparejamiento. Y sin embargo, el propósito inicial que movía al filósofo francés no podía ser más terrenal. Descartes fue “un niño pálido y enfermizo”, cuenta Russell Shorto. Su padre lo despreciaba por esta debilidad y, desde muy temprano, la medicina se convirtió en una obsesión. “La conservación de la salud siempre ha sido el fin principal de mis estudios”, reconocería.
El margen de mejora era considerable. Los tratamientos basados en la teoría de los humores de Galeno no sólo eran ineficaces, sino peligrosos. Como señalaba Molière, “los hombres mueren de los remedios, no de las enfermedades”. Descartes encuadraba esta proverbial ineptitud de los médicos dentro de una crisis general del conocimiento. “Procurando instruirme”, decía, “no había sacado más provecho que descubrir cada vez mejor mi ignorancia”. Decidió buscar amarras más sólidas. Pondría todo en duda hasta dar con una certeza incuestionable sobre la que pudiera refundar el conocimiento. Esa verdad clara y distinta resultó el propio hecho de dudar (“Pienso, luego existo”) y el método para alcanzarla, la razón. Ese “buen sentido”, y no la fe o la tradición, era el único criterio para juzgar si algo era falso. Su aplicación a todos los ámbitos liberaría a la humanidad de las cadenas de la ignorancia. En el caso concreto de la medicina, Descartes creía que en el plazo de unos años descifraría el código del cuerpo humano y podría prolongar la vida varios siglos.
Al final, hicieron falta varios siglos para prolongar la vida unos años, pero el filósofo estaba sustancialmente en lo cierto. Aunque él no tardó en fallecer víctima de una pulmonía, el mundo vivió en las décadas siguientes una borrachera de invenciones. Se descubrió el nitrógeno, se dominó la electricidad, se realizó la primera apendicectomía… La política tampoco quedó al margen. Siguiendo los pasos del método cartesiano, Spinoza planteó la igualdad radical de los hombres, dotados sin excepción del “buen sentido”. Influyentes intelectuales sostenían que la gente debía gozar de plena libertad para usar la mente y gobernarse a la luz de la razón. Este ideario democrático alumbró la Revolución de 1789, saludada por Kant como la alborada de una nueva era de felicidad. Sus colegas franceses creían que la aplicación de criterios científicos a la gestión de la sociedad resultaría tan fructífera como en física. Se equivocaban. Muchos de ellos perecerían en el caos del Terror.
“Lo ocurrido en Francia demostró algo que Descartes no previó”, escribe Shorto: “la razón no conduce necesariamente a la paz y el orden”. Hordas de sans culotte saquearon iglesias y palacios, destruyeron cuadros y habilitaron los monasterios como cuadras. Entre los miles de objetos perdidos para siempre figuran los propios huesos del filósofo, cuya tumba fue saqueada.
“Descartes sentó las bases del dominio de la razón en la ciencia y los asuntos humanos”, escribe su biógrafo Richard Watson. “El mundo moderno es cartesiano hasta la médula”. Esto es indudable, coincide Shorto, y conviene tenerlo presente cuando tantas formas de intolerancia nos amenazan. No podemos renunciar al pensamiento de Descartes.
Pero su materia, la suerte de su propio esqueleto (sólo se recuperó el cráneo, y porque se lo quedaron los suecos, que son metódicos hasta cuando roban y registraron escrupulosamente los sucesivos cambios de propiedad), su materia revela que la razón puede sumirnos en abismos de violencia que nada tienen que envidiar a los excesos del oscurantismo anterior.
Robespierre derrocó una tiranía basada en el error para instaurar un despotismo basado en el acierto. “El fundamento único de la sociedad civil”, decía, “es la moral”. Sin duda, pero ¿cuál moral? La realidad es inabarcable y nuestro entendimiento limitado. Por irrefutables que resulten nuestros argumentos, por sólida que parezca nuestra posición, es inevitable que se nos escapen mil matices. Esa es la base del liberalismo. Solo podemos estar seguros de que no debemos estar seguros. La única certeza es la duda.
Como dice el deán anglicano Colin Slee, “hay un triángulo, con los laicistas fundamentalistas en un vértice, los religiosos fundamentalistas en otro y todos los liberales inteligentes y razonables de cualquier confesión (y, de hecho, también los ateos razonables) en el tercer vértice”.
Ahí quizás no esté la verdad, pero se puede vivir.
Un médico cura, dos dudan y tres matan.
Jajajajaja. Y bien que lo sabes tú… Un fuerte abrazo.