Probablemente no pase nada por ceder el nombre de los estadios a las marcas comerciales, pero los monumentos son otra cosa.Cuando al teniente de alcalde de Hábitat Urbano de Barcelona, Antoni Vives, le reprocharon el otro día en una emisora que hubiera embutido la estatua de Colón en una camiseta del Barça, replicó simplemente que “nos parecía que nos aportaba unos ingresos importantes para hacer las actuaciones que tenemos que hacer y por eso lo hicimos”. Los 94.000 euros que han cobrado a Nike les han venido francamente bien y Vives, que es un hombre práctico, no solo no se arrepiente, sino que no descarta ponerle publicidad incluso a la Sagrada Familia. “Si se plantean actuaciones que comporten un beneficio para la ciudad”, sostiene, “es posible que lo hiciésemos, aunque no se ha propuesto nunca”.
Joan Collet, el presidente del Espanyol, está indignado. “Nadie puede pensar que en Roma, en la Fontana de Trevi, pase esto”, dice. Esta repentina preocupación por el patrimonio cultural de la ciudad puede resultar sospechosa en boca de un periquito, pero Collet recoge el sentimiento de muchos otros ciudadanos no ya de Barcelona, sino del mundo entero. El catedrático de Ciencias Políticas de Harvard Michael J. Sandel se pregunta en Lo que el dinero no puede comprar si no ha llegado la hora de poner coto a esta voracidad mercantil. Hoy en día todo se vende: desde una celda más cómoda en una prisión hasta el vientre de una mujer fértil, pasando por el acceso prioritario a un carril, a una universidad o a un médico. Envolvemos los vagones de metro con carteles de películas, cedemos el nombre de los clubes de baloncesto al mejor postor, dejamos que Kentucky Fried Chicken plante su logotipo en las bocas de incendio y hasta buscamos patrocinador para los coches de la policía.
Esta última idea plantea un conflicto de interés más o menos evidente: si, por ejemplo, un banco le costea la flota de vehículos a las fuerzas de seguridad, ¿no cabe la posibilidad de que reciba en el futuro un trato de favor? Pero en el resto de los casos, ¿cuál es el inconveniente? El agua fluye sin problema de las bocas de riego de KFC, el metro nos lleva igual a casa y los aficionados no se sienten menos identificados con sus colores porque el equipo se llame ahora Regal Barça.
Sandel reconoce que “no resulta fácil de explicar […] lo que está mal en esta proliferación de anuncios”. Los críticos insisten en que “hay cosas que no se pueden comprar” y recurren a una terminología religiosa: “No quiero una manzana profanada con publicidad”. Pero una etiqueta no profana nada. Es una acusación deliberadamente inconcreta, que invita a trasladar el debate del terreno de los argumentos al de las emociones, a formar facciones y ver luego quién grita más fuerte.
En el bando contrario todo es más profesional. A los difusos escrúpulos morales oponen la eficacia contrastada del mercado. Si hemos confiado al sistema de precios la provisión de algo tan básico como los alimentos, ¿por qué no hacemos lo propio con los órganos de trasplante, los niños de adopción o la sangre? Los incentivos económicos estimularían una producción que ahora resulta crónicamente insuficiente. La lógica es la siguiente: si a la donación voluntaria de, pongamos, sangre añadimos la posibilidad de venderla, la oferta aumentará, porque a los ciudadanos altruistas se sumarán aquellos que quieran sacarse un dinerillo.
Sandel observa, sin embargo, que este argumento pasa por alto un detalle nada irrelevante: comerciar con algo altera su carácter. Hay cosas que efectivamente no se pueden comprar, como la amistad o el amor, porque el dinero las desnaturaliza y no solo no incentiva su producción, sino que la retrae. Si después de una cita romántica su pareja le introduce un billete en el bolsillo de la chaqueta como si fuera un aparcacoches y le sonríe seductoramente mientras dice: “Me lo he pasado muy bien”, usted se ofenderá y sentirá cómo su oferta de afecto se reduce.
Con la sangre sucede lo mismo. En The Gift Relationship, el sociólogo Richard Titmuss comparó el sistema británico de donaciones, que es altruista, con el americano, donde parte de la sangre se compra, y comprobó que el primero funcionaba mejor. ¿Por qué? “La comercialización y el lucro han alejado al donante voluntario”, decía. Una vez que el ciudadano considera que la sangre es un negocio, se desentiende de su provisión. “Si necesitan más, ya subirán el precio”, razona.
Las personas hacemos las cosas por motivos muy variados, y estos no conviven siempre armoniosamente. Al contrario. Los móviles mercantiles tienden a desplazar al resto. Cuando las guarderías israelíes decidieron multar a los padres que se retrasaban, se encontraron con que el problema se agravó. “La introducción de un pago cambió las normas”, escribe Sandel. “Antes, los padres que llegaban tarde se sentían culpables: estaban causando molestias a las cuidadoras. Después, consideraron que la espera era un servicio por el que eran retribuidas. No les ocasionaban molestias; simplemente les pagaban horas extraordinarias”.
Algo parecido descubrió un grupo de economistas cuando intentaba averiguar si los vecinos de una localidad suiza estaban dispuestos a acoger un cementerio nuclear. Mientras el asunto se planteó en términos políticos (“todos usamos la energía atómica y su pueblo es el emplazamiento más sensato para enterrar los residuos”), un 51% de los vecinos votó a favor. Pero cuando se les sugirió compensarles con una importante suma, el apoyo se desplomó hasta el 25%. Lo consideraron un soborno. No les importaba asumir las consecuencias desagradables de una decisión democrática, pero se negaban a vivir en una sociedad en la que los ricos pudieran comprarlo todo.
En el incidente de Colón también asistimos a un desplazamiento de valores. Los nombres de nuestra geografía urbana (calles, plazas, estaciones) no están consagrados a personalidades por casualidad. A Colón lo tenemos subido en un pedestal de 50 metros para rendirle homenaje. Estamos diciéndoles a nuestros hijos: “Si haces algo tan grande como él, si perseveras en la adversidad y te sacrificas como él, quizás algún día tú también tengas tu propio monumento”.
Al convertir su figura en un soporte publicitario, dilapidamos ese capital social de ejemplaridad. Las virtudes de abnegación y esfuerzo pasan a un segundo plano y nuestros hijos reciben un mensaje totalmente distinto: “Para estar ahí arriba no necesitas descubrir América ni la penicilina. Basta con que aportes unos ingresos importantes para que el teniente de alcalde haga las actuaciones que tiene que hacer”.
Hola Miguel y orsadictos.
Estoy de acuerdo totalmente con lo que comentas. La publicidad debería ser difundida tan solo en los lugares destinados a ella. Los sentimientos no deberían mezclarse con la propaganda. Si el Barça es más que un club, es decir es un sentimiento, no debería mezclarse con una publicidad de un producto, etc. a no ser que se trate de una cuestión de altruismo (por ejemplo Cruz Roja, UNICEF, etc.)
Hoy he estado hablando con mi kioskero favorito, Alfredo, y su hija Nati, acerca de este tema. Las empresas que quieren publicitarse en los kioskos de prensa les regalan pisapapeles con su marca, útiles para que no se vuelen los periódicos. Le he sugerido que si no les pagan un canon por dejar sus pisapapeles, no permitan que se anuncien sin más. En las vacas gordas de la venta de periódicos, a lo mejor no era necesaria tomar esta decisión, pero hoy en día los kioskos de prensa están muy achuchados por la generalización de los periódicos on line..
A partir de hoy sólo compraré periódicos sponsorizados, y más aún: el que mejor lo esté. Mi kioskero, Alfredo, elegirá de este modo el periódico que compre. No deseo que cierre y me quede sin un amigo (lo tengo como tal).
Un periódico de papel es un lujo que me puedo permitir. Frente a la prensa por internet, el periódico en papel es como ir al cine para ver una película en vez de verla por televisión o en el DVD. No hay color.
No hay color, efectivamente. ¡Viva el papel! Aunque Internet también tiene su punto… Me imagino que habrá que habituarse a un mundo más complejo. Así ha sido siempre. ¿Has leído el prólogo de Ortega a ‘Veinte años de caza mayor’? Vivir a la altura de los tiempos es muy exigente.
Gracias y un abrazo.
Internet también tiene su punto, pero es diferente. Yo solo leo periódicos digitales por Internet, como elimparcial.es (mi favorito). Observa el artículo de opinión de Ansón. Es muy corto. Ansón es un viejo zorro y sabe lo que quiere el lector de Internet. Normalmente no leo artículos de opinión en los periódicos digitales. El de Ansón sí porque es cortito (el artículo, no Ansón; que todo se tiene que explicar…). En Internet yo solo (habitualmente) leo los titulares y un pequeño resumen que aparece siempre, y si me interesa la noticia leo el resto. Pero en cambio, luego, me gusta leer artículos de opinión en los periódicos de papel y profundizar en las noticias que me interesan. No se si esto le ocurre a más gente, pero yo solo describo cómo yo me comporto. Supongo que entre los orsadictos habrá alguien que haga como yo, ¿o soy muy raro?
Saludos a tod@s.
Tienes razón, Eduardo. Cada medio tiene sus limitaciones/exigencias. Internet es la inmediatez y la brevedad. El papel se presta más a una lectura reposada. Por lo menos así me lo parece a mí. Y es lo que he podido comprobar después de unos meses de bloguear: lo que funciona en la revista no lo hace necesariamente en la red, y viceversa.
Un artículo muy brillante, Miguel, y necesario en medio de tanto ruido y confusión.
Muchas gracias, compañero 😉