Si somos lo que hablamos, ¿por qué a veces nos hacemos tan poco caso?
Mientras contemplaba desolado cómo Sarabia estrellaba contra el poste del portero marroquí el primer penalti de España, pensé: ¿por qué dejo que esto me afecte tanto? Me repetía a mí mismo que el pase de la selección a cuartos de final (o su eliminación) carecía de la menor relevancia y tendría un efecto demostrablemente nulo en mi existencia. Pero cuando Busquets arrojó el balón a los brazos del portero marroquí, apagué la televisión lleno de indignación.
¿Por qué?
Somos animales simbólicos. «El lenguaje», dice Yuval Noah Harari, «está en el fondo de todo lo que hacemos». Tomados de uno en uno, los humanos no valemos gran cosa. No somos más fuertes que el león ni más veloces que la gacela, pero hemos aprendido a coordinarnos con ayuda de mitos, teorías, religiones, ideologías. A unos chimpancés no los convencerás nunca de que se sacrifiquen con la promesa del paraíso celestial en el más allá o de la sociedad sin clases en el más acá.
La hegemonía de nuestra especie se articula mediante relatos que trenzamos con signos y que nos vienen dados. Eso nos ahorra la ímproba tarea de descubrir la rueda en cada generación, pero también limita nuestras opciones. Debemos aceptar sin discusión lo que se nos brinda. Jacques Lacan decía que, para ingresar en el mundo, el niño ha de aprender a comunicarse con un vocabulario que no le pertenece, que moldea su cosmovisión y lo aliena. Nos eligen un nombre y nos programan un futuro antes de nacer. Durante la infancia, nos visten de un color, nos peinan con la raya a un lado y nos bombardean con comentarios que van encauzándonos hacia una celda específica de la colmena. Si te repiten continuamente: «¡Qué malo eres!», terminarás siendo en un canalla.
Esta hipótesis, asumida en su estricta literalidad, nos ha llevado a la dictadura de lo políticamente correcto. Si nuestro futuro está condicionado por los nombres que nos dan, si nuestra identidad depende de los colores con que nos visten, si aprendemos quiénes somos a partir de las palabras que nos arrojan, entonces quien domine los nombres, los colores y las palabras dominará las mentes. De ahí la obsesión con las fórmulas inclusivas (todos, todas y todes), la recomendación (por ahora) a los jugueteros para que eviten asociar el rosa con las niñas y el azul con los niños, o el destierro de términos que se consideran ofensivos (negro, gordo, moro).
Pero el propio Lacan ya matizó esta supuesta tiranía del lenguaje en un seminario de 1959, tomando como referencia el conflicto que plantea Sófocles en Antígona. La tragedia relata cómo la hija de Edipo se rebela contra el edicto de abandonar a los perros y los buitres el cadáver de su hermano Polinices, quien ha cometido el grave delito de levantar un ejército contra Tebas. El rey Creonte expondrá a lo largo de la obra muchos argumentos razonables que justifican la decisión, pero Antígona los ignorará y dará sepultura a Polinices, aun a sabiendas de que ello va a acarrearle serias consecuencias. Hay muros contra los que la lógica nada puede.
«La obra de Lacan», escriben Darian Layer y Judy Groves, «no puede reducirse, como a menudo se hace, a la importancia del lenguaje». Este resulta clave para armar esos relatos con los que movilizamos a nuestros congéneres en pos de alguna gran empresa colectiva, pero no determina por completo nuestra conducta. Por debajo de la palabra siguen fluyendo los instintos, el deseo, la personalidad, la herencia, el sentido del deber…
Por eso no aprendemos del pasado. Por eso nos enamoramos de quien no nos conviene. Y por eso nada nos consuela cuando nuestro equipo cae eliminado en la tanda de penaltis.