El festival no es un mero certamen musical. Es otra celebración identitaria.
Imagine que se muda usted al Mirador de Montepinar, un edificio recién estrenado, y lo convocan para elegir al presidente de la comunidad. Son unos pocos propietarios que no se han visto jamás y, en vísperas de la junta, su vecino de rellano se le acerca y le ofrece votarle a usted a cambio de que usted le vote a él. Igual le parece un poco chanchullero y le dice que no. Pero igual le apetece el cargo. No le gusta comprometer su apoyo antes siquiera de haber escuchado al resto de los candidatos, pero después de todo se trata de un solitario sufragio que tampoco va a cambiar nada.
¿O sí?
Depende de lo igualada que esté la elección. Si alguno de los inquilinos es una figura carismática, no tendrá ningún problema para sobresalir entre la masa amorfa de desconocidos. Pero si nadie destaca, lo normal es que las papeletas se repartan de forma aleatoria y den lugar a un empate múltiple. En ese caso, su vecino de rellano y usted parten con una ventaja que puede revelarse decisiva.
Bienvenidos a Eurovisión. Sus votaciones funcionan igual que las del Mirador de Montepinar. Después de analizar los resultados de 60 ediciones, tres investigadores de la Universidad de Florida han ratificado lo que todos sospechábamos: que el festival no premia méritos artísticos, sino los vínculos que surgen de “la proximidad, la cultura y otros factores musicalmente irrelevantes”.
Los escandinavos y las antiguas repúblicas soviéticas se eligen sistemáticamente entre sí, lo que explica que se hayan impuesto en 13 de las últimas 21 ediciones. “Esta gloria”, comenta The Economist, “ha eludido a los llamados Cinco Grandes, que se clasifican directamente para la final: Alemania, Reino Unido, Francia, España e Italia. Estos países raramente colaboran con nadie. Sus canciones han ganado una vez en las últimas dos décadas” y acumulan, por el contrario, abundantes últimos puestos: España cuatro y Alemania ocho.
Los encargados de seleccionar a nuestro representante llevan años devanándose los sesos para tratar de reverdecer los ya mustios laureles de Massiel y Salomé. Han encargado las baladas a Juan Carlos Calderón y el vestuario a Ágatha Ruiz de la Prada. Incluso han barajado la posibilidad de defender el tema en inglés, porque hacerlo en castellano es “una paletada” y no nos entienden (aunque después de escuchar ciertas letras no está claro que eso sea un inconveniente).
El artículo de los investigadores de Florida revela, sin embargo, que lo único eficaz es formar parte de un bloque regional. Los lazos trabados en su seno a lo largo de los siglos generan una afinidad ante la que palidece cualquier consideración artística. Es una ventaja modesta, como la del Mirador de Montepinar, pero suficiente cuando no se presenta ningún gran tema y la competición está nivelada.
Podría erradicarse este sesgo étnico excluyendo el sufragio popular y confiando el fallo a un jurado de expertos, pero es dudoso que tuviera el actual tirón de audiencia. Eurovisión no es un mero certamen musical. Es otra celebración identitaria, en la que nos reivindicamos como pueblo y aprovechamos para resarcirnos de agravios históricos, como Trafalgar, la anexión de Crimea o el genocidio armenio.
En estas circunstancias, se vota con la sangre. Con la patria se está con razón y sin ella, y el chanchulleo es casi obligado.