Las mentiras ya no tienen las patas cortas

¿Por qué hay tanta gente dispuesta a creerse que el coronavirus es un arma biológica creada en un laboratorio?

Mi suegra solía decir que las mentiras tienen las patas muy cortas, pero eso era antes. Hoy corren que se las pelan. Tres investigadores del Instituto Tecnológico de Massachusetts (MIT) han medido la velocidad de propagación de los bulos por las redes y van seis veces más deprisa que las noticias verdaderas. La Comisión Europea cree que no es casual y atribuye el éxito de las teorías conspiratorias sobre el origen del coronavirus a que piratas chinos y rusos se han dedicado a espolearlas con ayuda de ordenadores zombis. “No te dejes engañar por los bots”, nos alerta, pero esta explicación es probablemente ella misma una teoría conspiratoria. Para poner en circulación patrañas no hacen falta piratas y los pobrecitos bots no discriminan entre distintas informaciones. Según el MIT, aceleran con idéntica diligencia las ciertas que las falsas. Somos las personas las que nos empeñamos en promocionar las segundas. ¿Por qué?

En el caso de la plandemia existen dos motivos principales. El primero es que no disponemos de una explicación oficial alternativa. Se cree que el covid saltó de un animal al hombre, pero los sospechosos habituales (el murciélago y el pangolín) han quedado descartados. En ausencia de culpables, la idea de que estamos ante “un arma biológica diseñada en un laboratorio”, como sostiene la oftalmóloga Li-Meng Yan, proporciona una solución fácil, clara, plausible y equivocada.

Los científicos han intentado rebatir sus argumentos, pero cualquier estratega sabe que pocas batallas se ganan manteniéndose a la defensiva. Además, Yan cuenta con la ventaja de que el debate resulta básicamente indescifrable. Por ejemplo, leí en un reportaje de National Geographic que uno de los aspectos cruciales es el modo en que el virus infecta a las células, pero no lo aclaraban del todo, así que realicé una pequeña búsqueda en internet y me encontré con el siguiente párrafo:

“Al igual que con todos los coronavirus, la entrada de células SARS-CoV-2 depende de su proteína espiga (S) de 180 kDa, que media dos eventos esenciales: unión a ACE2 por la región amino-terminal, y fusión de membranas virales y celulares a través de la región carboxilo terminal. La infección de las células pulmonares requiere la activación proteolítica del huésped de la espiga en un sitio de escisión de furina polibásico”.

Yo no sé cómo se les habrá quedado el cuerpo a ustedes, pero a mí la doctora Yan me jura que el sitio de escisión de furina es algo que únicamente se puede sintetizar en una placa de Petri (no me hagan caso, no sé ni de qué hablo), y me da lo mismo que me lo jure en chino mandarín o en español, porque no me entero ni del nodo.

Luego viene Angela Rasmussen, una viróloga de la Universidad de Columbia, y proclama: “Se puede decir más alto, pero no más claro, que muchos virus tienen sitios de escisión”, y yo por supuesto la creo más, pero es un puro acto de fe, y entiendo que haya quien se alinee con la oftalmóloga, y no por ignorancia (ahí estamos empatados), sino por un segundo motivo.

Todos hemos visto la reacción que suscita la llegada del portador de una noticia. Es como si su peso hiciera bascular el suelo de la habitación y todos los demás rodaran atraídos hasta él. Por un tiempo se convierte en el centro de la reunión. Luego, quienes lo han escuchado, se dispersan y difunden en sus círculos respectivos la noticia, disfrutando igualmente de su minuto de gloria. “A los humanos”, dice uno de los investigadores del MIT, “nos atrae lo nuevo e inesperado, y compartirlo nos proporciona estatus, porque parece que estamos en la pomada o que tenemos acceso a información exclusiva”.

Por eso corren tanto las mentiras. Usan un combustible inagotable: la vanidad.

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